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XXI Domingo del Tiempo Ordinario (C)

 

EVANGELIO

Vendrán de oriente y occidente, y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios (cf. Lc 13, 22-30)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas

Jesús pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén.

Uno le preguntó:

«Señor, ¿son pocos los que se salvan?».

Él les dijo:

«Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo:

“Señor, ábrenos”;

pero él os dirá:

“No sé quiénes sois”.

Entonces comenzaréis a decir:

“Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”.

Pero él os dirá:

“No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad”.

Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios.

Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

El pequeño número de los elegidos

«Ciertamente son pocos los que se salvan. Aún recordáis la cuestión que hace poco nos propuso el Evangelio. Se preguntó al Señor: ¿Son pocos los que se salvan? ¿Qué respondió a esto el Señor? No dijo: «No son pocos, sino muchos los que se salvarán». No dijo eso. ¿Qué dijo, pues, al oír son pocos los que se salvarán? Esforzaos por entrar por la puerta estrecha. Habiendo oído el Señor la pregunta: ¿Son pocos los que se salvan?, confirmó lo oído. Por una puerta estrecha entran pocos. El mismo Señor dijo en otro lugar: Estrecho y angosto es el camino que lleva a la vida, y pocos entran por él. Ancho y espacioso es el que conduce a la perdición, y son muchos los que caminan por él: ¿Por qué sentimos alegría frente a las multitudes? Oídme vosotros los pocos. Sé que sois muchos, pero obedecéis pocos. Veo la era, pero busco el grano. Cuando se trilla en la era, el grano apenas se ve; pero llegará el tiempo de la bielda. Pocos son, pues, los que se salvan en comparación de los muchos que se pierden. Pero estos pocos han de constituir una gran masa. Cuando venga el aventador trayendo en su mano el bieldo, limpiará su era, recogiendo el trigo en el granero, y la paja la quemará en fuego inextinguible. No se burle la paja del trigo. Esto es hablar la verdad y no engañar a nadie. Sed muchos entre los muchos, pero sabiendo que en comparación de cierta clase de muchos sois pocos. Porque de esta era ha de salir tanto grano que llene los graneros del cielo. Pero no puede contradecirse quien dijo que son pocos los que entran por la puerta estrecha y muchos los que perecen por el camino ancho. ¿Puede contradecirse quien en otra ocasión dijo: Muchos vendrán de oriente y de occidente? Vendrán muchos pero en otro sentido pocos. Pocos y muchos. ¿Unos serán los pocos y otros los muchos? No, sino que los mismos pocos que son muchos, son pocos en comparación con los condenados y muchos en la compañía de los ángeles. Oíd, amadísimos, lo que está escrito: después de estas cosas, vi una multitud que nadie podía contar, de toda lengua y nación y pueblo, que venían con estolas blancas y palmas en sus manos. Ésta es la multitud de los santos. Cuando haya sido aventada la era, cuando haya sido separada la turba de los impuros y de los malos y falsos cristianos y, separada la paja, enviados al fuego eterno estos que oprimen y no tocan —cierta mujer tocaba la orla de Cristo, mientras que la turba le oprimía—; en fin, cuando se haya consumado la separación de todos los réprobos, ¡cuán clara no será la voz con que diga esta multitud de pie a la derecha, purificada, sin temor a que se mezcle algún malo y sin miedo a que se pierda alguno bueno, reinando ya con Cristo; con cuánta confianza ha de decir: Yo conocí que el Señor es grande!

Hermanos míos, si hablo a granos, si los predestinados a la vida eterna comprenden lo que digo, hablen con los hechos, no con las bocas. Me veo obligado a hablaros lo que no debía. Pues debía encontrar en vosotros algo que alabar y no preocuparme de qué amonestaros. Con todo, os lo diré en pocas palabras; no me demoraré. Reconoced la hospitalidad; por ella alguien llegó a Dios. Recibes al peregrino de quien también tú eres compañero de viaje, puesto que todos somos peregrinos. Pues cristiano es el que en su propia casa y en su propia patria se reconoce peregrino. Nuestra patria se halla arriba; allí no seremos huéspedes, mientras que aquí todos, incluso en su casa, son huéspedes. Si no es huésped, que no salga de ella; y si ha de salir, entonces es huésped. No se engañe, es huésped. Quiera o no, es huésped. Y si deja la casa a sus hijos, se trata de un huésped que la deja a otros huéspedes. Si te encontrases en una posada, ¿no marcharías al llegar otro a ella? Esto lo haces hasta en tu casa. Tu padre te cedió el sitio; tú lo has de ceder a tus hijos. Ni tú has de permanecer siempre en tu casa, ni tampoco aquellos a quienes se la dejas. Por tanto, si todos pasamos, realicemos algo que no puede pasar, a fin de que, cuando hayamos pasado y llegado al lugar de donde no hemos de pasar, encontremos nuestras buenas obras. Cristo es el guardián; ¿por qué temes, entonces, perder lo que das? Vueltos al Señor…»

(S. Agustín, Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 111, 3-4 [BAC, Madrid, 1983] pp. 791-4).

 

Homilía de S. Juan Pablo II

(Castelgandolfo, 24 de agosto de 1980)

Carísimos hermanos e hijos:

«Esforzaos en entrar por la puerta estrecha» (Lc 13, 24)

«Esforzaos en entrar por la puerta estrecha» (Lc 13, 24)

Es para mí una alegría encontrarme con vosotros en esta iglesia del barrio de San Pablo, ligado a la memoria de mi inolvidable y amado predecesor Pablo VI, que he tenido ocasión de recordar a la veneración y afecto de todos, en el segundo aniversario de su muerte.

Alegría cristiana la nuestra, que quiere manifestarse en la plegaria común y en la ofrenda del sacrificio eucarístico en este templo, erigido por precisa voluntad de aquel gran Pontífice y también como un concreto estímulo para todo el plan diocesano, que tiende a dotar de nuevos centros de oración y de animación cristiana a las numerosas zonas de reciente desarrollo. Él había decidido celebrar aquí la Santa Misa en la festividad de la Asunción de 1978, con el deseo de encontrarse, ante el altar del Señor y en la intensa comunión de la asamblea litúrgica, con los habitantes de este barrio que él había animado.

Por desgracia, la muerte que le sobrevino pocos días antes, le impidió la realización de ese propósito pastoral.

Queridos hermanos e hijos: Aquí me tenéis, con el ánimo y la aspiración de cumplir yo aquella promesa. Me complazco, ante todo, en dirigir mi cordial saludo al cardenal Secretario de Estado, que ha querido estar aquí con nosotros hoy. Me dirijo también a vuestro obispo, mons. Gaetano Bonicelli y a los sacerdotes salesianos que animan con celo y con su tradicional entusiasmo la vida eclesial de la parroquia, expresando además mi reconocimiento por el bien que realizan en esta simpática población, para bien de sus habitantes y de los numerosos turistas.

Nuestra alegría cristiana quiere alimentarse de la Palabra de Dios, el cual, acogido en la fe, es fuente para nuestro espíritu de interiores certezas, que necesitamos, sobre todo, en momentos de dificultad y desfallecimiento.

 

1. Consideremos, en primer lugar, la oración inicial de esta Santa Misa. Esa oración, a la vez que nos enlaza con las profundas aspiraciones expresadas en la del pasado domingo, nos abre la puerta a la aceptación, sin vanos temores, de la palabra del Evangelio que, siendo divina, es fuente de infalible certeza, aunque, a primera vista, su lectura puede aparecer turbadora.

Mientras la pasada semana pedimos al Señor “la dulzura de su amor para poderle amar en todo y sobre todas las cosas”, a fin de obtener “las promesas que superan todo deseo”, hoy, con el mismo espíritu de humilde súplica, pedimos a Dios “amar lo que manda y desear lo que promete”, a fin de que “nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría”. En las dos oraciones hay una idéntica orientación fundamental del cristiano hacia los bienes que sobrepasan toda previsión y experiencia, que ningún ojo puede ver y ninguna mente imaginar; hay la misma ansia del don de Dios, único que puede transformar el corazón de sus fieles, haciéndolo sensible a sus promesas y dispuesto a afrontar, por amor, la lucha requerida contra el espíritu del mundo, superando así “la puerta estrecha”.

Al pedir a Dios hoy, en especial, que nos haga “amar lo que Él manda”, pedimos entrar en el secreto de la libertad cristiana, la cual induce a una decisión irrenunciable y fiel de elegir el bien, aunque vaya acompañada, como muchas veces sucede, por el cansancio, la lucha y el sufrimiento.

El cristiano, efectivamente, no obedece a un imperativo externo, sino que, afrontando la “puerta estrecha”, sigue la atracción que le pone en su corazón el Espíritu Santo. He ahí por qué todos cuantos se comprometen a obedecer al Señor con la más profunda y leal generosidad, ponen en esa obediencia una espontaneidad y un amor que los profanos no saben explicarse.

Preparados así por la oración a acoger en el corazón “lo que Dios manda”, nos sentimos dispuestos a no rebelarnos, a no desanimarnos, a no rechazar, antes bien a comprender y amar la palabra evangélica que Jesús hoy nos dirige.

 

2. En el Evangelio Jesús recuerda que todos estamos llamados a la salvación y a vivir con Dios, porque frente a la salvación no hay personas privilegiadas. Todos deben pasar por la puerta estrecha de la renuncia y de la donación de sí mismos. La lectura profética expone con vivas imágenes el designio que Dios tiene de recoger en la unidad a todos los hombres para hacerles partícipes de su gloria. La extraída del Nuevo Testamento exhorta a soportar las pruebas como purificación procedente de las manos de Dios, “porque el Señor, a quien ama, le reprende” (Heb 12, 6; Prov 3, 12). Pero los motivos de esas dos lecturas puede decirse que se hallan concentrados en el pasaje del Evangelio.

La interrogación en torno al problema fundamental de la existencia: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” (Lc 13, 23), no nos puede dejar indiferentes. A esa pregunta, Jesús no responde directamente, sino que exhorta a la seriedad de los propósitos y de las decisiones: “Esforzaos a entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos serán los que busquen entrar y no podrán” (Lc 13, 24). El grave problema adquiere en los labios de Jesús una perspectiva personal, moral, ascética. Jesús afirma con vigor que el conseguir la salvación requiere sufrimiento y lucha. Para entrar por esa puerta estrecha, es necesario, como dice literalmente el texto griego, “agonizar”, es decir, luchar vigorosamente con todas las fuerzas, sin pausa y con firmeza de orientación. El texto paralelo de Mateo parece todavía más categórico. “Entrad por la puerta estrecha,, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición y son muchos los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida y cuán pocos los que dan con ella!” (Mt 7, 13-14).

La puerta estrecha es, ante todo, la aceptación humilde, en la fe pura y en la confianza serena, de la Palabra de Dios, de sus perspectivas sobre nuestras personas, sobre el mundo y sobre la historia; es la observancia de la ley moral, como manifestación de la voluntad de Dios, en vista de un bien superior la que realiza nuestra verdadera felicidad; es la aceptación del sufrimiento como medio de expiación y de redención, para sí y para los demás, y como expresión suprema de amor; la puerta estrecha es, en una palabra, la aceptación de la mentalidad evangélica, que encuentra en el sermón de la montaña su más pura explicación.

Es necesario, en fin de cuentas, recorrer el camino trazado por Jesús y pasar por esa puerta, que es El mismo: “Yo soy la puerta; el que por Mí entrare, se salvará” (Jn 10, 9). Para salvarse, hay que tomar como Él nuestra cruz, negarnos a nosotros mismos en las aspiraciones contrarias al ideal evangélico y seguirle en su camino: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame” (Lc 9, 23).

Queridos hijos y hermanos: Es el amor lo que salva, el amor que, ya en la tierra, es felicidad interior para quien se olvida de sí mismo y se entrega en los más diferentes modos: en la mansedumbre, en la paciencia, en la justicia, en el sufrimiento y en el llanto. ¿Puede el camino parecer áspero y difícil, puede la puerta aparecer demasiado estrecha? Como dije ya al principio, semejante perspectiva supera las fuerzas humanas, pero la oración perseverante, la confiada súplica, el íntimo deseo de cumplir la voluntad de Dios, conseguirán de nosotros que amemos lo que Él manda.

Y esto es lo que pido para todos vosotros. Y sobre vuestros propósitos, sobre vuestras personas, sobre vuestras familias descienda mi afectuosa bendición apostólica (cf. Vatican.va).

 

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