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XXIII Domingo del Tiempo Ordinario (A)

 

EVANGELIO

Si te hace caso, has salvado a tu hermano (Mt 18, 15-20)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo.

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano.

Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.

En verdad os digo que todo lo que atéis en la Tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la Tierra quedará desatado en los cielos.

Os digo, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la Tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

¿Existe hoy la corrección fraterna?

El tema tiene tanta importancia que lo plantea el mismísimo Jesús de Nazaret en el evangelio de Mateo que se lee en este Domingo XXIII del Tiempo Ordinario. El Maestro presenta, además, todo un método para ejercitar la corrección fraterna. E, incluso, tiene un final, aparentemente poco misericordioso, que llevaría al díscolo a su expulsión de la Iglesia. Pero lo que Jesús enseña es que no se puede mantener el error o la conducta inapropiada y da varias posibilidades para que el «díscolo» pueda volver al camino adecuado.

Fraternidad

Pero la cuestión es, hoy, otra. Y se refleja en el título de la presente Carta: ¿Existe hoy la corrección fraterna? ¿Se practica la verdadera corrección fraterna? Pues creo que no. Si el disidente no produce demasiado ruido, ahí se quedará sin tener en cuenta su error. Pero, fundamentalmente, le perjudica a él mismo, le hace daño a su vida personal y espiritual, además del efecto contagio al resto de los hermanos y hermanas. Los casos de sanciones o desautorizaciones públicas de la Iglesia son pocas y, a veces, no bien realizadas. No se puede negar que habrá habido en esos casos el camino previo de la corrección fraterna, aunque, tal vez, no.

La soberbia impera

Pero, además, son —somos— pocos los que aceptan la corrección o desautorización. La soberbia impera en el medio intelectual o creativo. Y ello no es una excepción en la Iglesia. Ante ello, muchos responsables católicos prefieren dejarlo pasar si —como decía al principio— la cuestión no produce demasiado ruido. Además existe —lógicamente muy arraigado— el principio democrático de la libertad de expresión y los mencionados responsables no quieren recibir el sambenito de autoritario o antidemocrático. Y, sin embargo, las verdades de nuestra fe son muchas veces un material frágil que se rompe o se deteriora fácilmente.

Yo lo que creo es que pesa demasiado la palabra corrección y se olvida del todo el «añadido» de fraterna. Y ahí está el error por ambas partes. Si el amor de hermanos reina, tanto la posición primera —la que ha producido el efecto de la corrección—, como la advertencia sobre lo contraindicado de la misma, han de ser menos importantes que el ejercicio de la fraternidad cristiana. Es decir, habrá que plantear el asunto desde la total fraternidad. Por ejemplo:

—Mira yo soy tu hermano y tú el mío. Y con todo mi amor tengo que decirte que, tal vez, estás equivocado. Veamos el asunto como hermanos y nunca, en cualquiera de los casos, como adversarios.

Separaciones y herejías

En la vida de la Iglesia han estado muy presentes las separaciones por desacuerdos o imprimir a algo la condición de herejía, cuando, tal vez, no lo era tanto. Pero, también, muchos habrán creído que la única verdad es la suya y que merece la más mínima objeción. También, por otro lado, ha habido siempre profesionales de la corrección, del mantenimiento a ultranza de una ortodoxia que —salvo en lo verdaderamente fundamental— contiene un buen número de principios no tan fundamentales o imprescindibles.

El amor —esencia de Dios y del cristiano— es la mejor medicina para la corrección fraterna. Un tratado de contenidos precisos, no tanto. El gran problema de la vida en común dentro de la Iglesia es que no hay amor suficiente, ni ternura, ni benevolencia. Ninguna de estas palabras supone tolerancia con el mal o con las actitudes y planteamientos alejados de, precisamente, esa esencia de amor y fraternidad.

Jesús entre nosotros

La mejor medicina para todo esto aparece en la frase final que nos ofrece hoy el evangelio de San Mateo: “Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Y si Jesús de Nazaret está entre nosotros y aceptamos, sin dudas, esa presencia pocos problemas vamos a tener. Lo que pasa es que muchas veces, somos sesudos y soberbios tratadistas, o estrictos e inhumanos mantenedores de supuestas ortodoxias, sin tener en cuenta que Jesús está entre nosotros y que nos socorrerá en cuanto lo necesitemos. Es, pues, en este tema de la corrección fraterna, como en muchos otros, de nuestra vida cotidiana de cristianos, un problema de fe. Por ambos lados. Ni más, ni menos (Á. Gómez Escorial, cf. betania.es).

 

Papa Francisco

Ángelus

Domingo, 7 de septiembre de 2014

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo, tomado del capítulo 18 de Mateo, presenta el tema de la corrección fraterna en la comunidad de los creyentes: es decir, cómo debo corregir a otro cristiano cuando hace algo que no está bien. Jesús nos enseña que si mi hermano cristiano comete una falta en contra de mí, me ofende, yo debo tener caridad hacia él y, ante todo, hablarle personalmente, explicándole que lo que dijo o hizo no es bueno. ¿Y si el hermano no me escucha? Jesús sugiere una intervención progresiva: primero, vuelve a hablarle con otras dos o tres personas, para que sea mayormente consciente del error que cometió; si, con todo, no acoge la exhortación, hay que decirlo a la comunidad; y si no escucha ni siquiera a la comunidad, hay que hacerle notar la fractura y la separación que él mismo ha provocado, menoscabando la comunión con los hermanos en la fe.

Las etapas de este itinerario indican el esfuerzo que el Señor pide a su comunidad para acompañar a quien se equivoca, con el fin de que no se pierda. Es necesario, ante todo, evitar el clamor de la crónica y las habladurías de la comunidad —esto es lo primero, evitar esto—. «Repréndelo estando los dos a solas» (v. 15). La actitud es de delicadeza, prudencia, humildad y atención respecto a quien ha cometido una falta, evitando que las palabras puedan herir y «matar» al hermano. Porque —vosotros lo sabéis— también las palabras matan. Cuando hablo mal, cuando hago una crítica injusta, cuando «le saco el cuero» a un hermano con mi lengua, esto es matar la fama del otro. También las palabras matan. Pongamos atención en esto. Al mismo tiempo, esta discreción de hablarle estando solo tiene el fin de no mortificar inútilmente al pecador. Se habla entre dos, nadie se da cuenta de ello y todo se acaba. A la luz de esta exigencia es como se comprende también la serie sucesiva de intervenciones, que prevé la participación de algunos testigos y luego nada menos que de la comunidad. El objetivo es ayudar a la persona a darse cuenta de lo que ha hecho, y que con su culpa ofendió no sólo a uno, sino a todos. Pero también de ayudarnos a nosotros a liberarnos de la ira o del resentimiento, que sólo hacen daño: esa amargura del corazón que lleva a la ira y al resentimiento y que nos conducen a insultar y agredir. Es muy feo ver salir de la boca de un cristiano un insulto o una agresión. Es feo. ¿Entendido? ¡Nada de insultos! Insultar no es cristiano. ¿Entendido? Insultar no es cristiano.

En realidad, ante Dios todos somos pecadores y necesitados de perdón. Todos. Jesús, en efecto, nos dijo que no juzguemos. La corrección fraterna es un aspecto del amor y de la comunión que deben reinar en la comunidad cristiana, es un servicio mutuo que podemos y debemos prestarnos los unos a los otros. Corregir al hermano es un servicio, y es posible y eficaz sólo si cada uno se reconoce pecador y necesitado del perdón del Señor. La conciencia misma que me hace reconocer el error del otro, antes aún me recuerda que yo mismo me equivoqué y me equivoco muchas veces.

Por ello, al inicio de cada Misa, somos invitados a reconocer ante el Señor que somos pecadores, expresando con las palabras y con los gestos el sincero arrepentimiento del corazón. Y decimos: «Ten piedad de mí, Señor. Soy pecador. Confieso, Dios omnipotente, mis pecados». Y no decimos: «Señor, ten piedad de éste que está a mi lado, o de ésta, que son pecadores». ¡No! «¡Ten piedad de mí!». Todos somos pecadores y necesitados del perdón del Señor. Es el Espíritu Santo quien habla a nuestro espíritu y nos hace reconocer nuestras culpas a la luz de la palabra de Jesús. Es Jesús mismo que nos invita a todos a su mesa, santos y pecadores, recogiéndonos de las encrucijadas de los caminos, de las diversas situaciones de la vida (cf. Mt 22, 9-10). Y entre las condiciones que unen a los participantes en la celebración eucarística, dos son fundamentales, dos condiciones para ir bien a Misa: todos somos pecadores y a todos Dios da su misericordia. Son dos condiciones que abren de par en par la puerta para entrar bien en la Misa. Debemos recordar siempre esto antes de ir al hermano para la corrección fraterna.

Pidamos esto por intercesión de la bienaventurada Virgen María, que mañana celebraremos en la conmemoración litúrgica de su Natividad (cf. vatican.va).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

 

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