EVANGELIO
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? (cf. Lc 1, 39-45)
✠
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
EN aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
Palabra del Señor.
LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA
San Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia
Comentario sobre San Lucas 19-21: SC 45, 81-82
«María se puso en camino y se fue de prisa a la montaña…» (Lc 1, 39)
Es normal que aquellos que quieren que se les crea, den razones para creerlos. Por eso el ángel… le anunció a María, la Virgen, que una mujer de edad avanzada y estéril iba a ser madre, mostrando así que Dios puede hacer todo lo que desea. Cuando María tiene noticia de la maternidad de su prima Isabel, ya anciana y estéril, se pone en camino. No por falta de fe en la profecía ni por dudar del anuncio, ni por dudar de los signos que le fueron dados, sino llena de alegría para cumplir un servicio entrañable. En la prontitud de la alegría, María se dirige hacia las montañas. Llena de Dios ¿podía no ir de prisa hacia las alturas? Los cálculos lentos no corresponden a la gracia del Espíritu Santo.
Aprended, vosotros también, la solicitud que debéis tener acerca de vuestras parientes que van a ser madres. María vivía hasta aquel momento en un recogimiento total. Su pudor virginal no la retuvo de aparecer en público, ni lo escabroso de las montañas la frenó en su deseo de servicio, ni el camino largo la podía retener. La Virgen se dirige con prontitud hacia las alturas, la Virgen piensa en servir y se olvida de sí misma. El amor es su fortaleza, a pesar de su sexo. María sale de su casa y se va hacia las alturas… Se quedó en casa de Isabel unos tres meses, no por el placer de estar con gente, sino para cumplir un servicio y cumplirlo con toda solicitud hasta el final.
La joven va hacia la anciana, la que es superior va hacia la que es inferior: María a Isabel, Cristo a Juan, más tarde el Señor se hará bautizar por Juan para consagrar el bautismo. Y en seguida se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la presencia del Señor, porque «tan pronto como Isabel oyó el saludo de María, el niño se estremeció en su vientre y se llenó del Espíritu Santo»… Ambas mujeres hablan de la gracia que les ha sido hecha; ambos niños realizan esta gracia e introducen a sus madres en este misterio de la misericordia (cf. deiverbum.org).
San Bernardo, abad
Sermón para la octava de la Asunción, sobre las doce prerrogativas de María
«Dichosa la que ha creído» (Lc 1, 45)
María es dichosa, tal como su prima Isabel se lo ha dicho, no sólo porque Dios la ha mirado, sino porque ha creído. Su fe es el mejor fruto de la bondad divina. Pero ha sido necesario que el arte inefable del Espíritu Santo viniera sobre Ella para que una tal grandeza de alma se uniera, en el secreto de su corazón virginal, a una tal humildad. La humildad y la grandeza de alma de María, así como su virginidad y su fecundidad, son semejantes a dos estrellas que se iluminan mutuamente, porque en María la profundidad de su humildad no perjudica en nada a la generosidad de su alma, y recíprocamente. Puesto que María se juzgaba a sí misma de manera tan humilde, no fue menos generosa en su fe en la promesa que el ángel le había hecho. Ella, que se miraba a sí misma como una pobre y pequeña esclava, no dudó en absoluto ser llamada a este misterio incomprensible, a esta unión prodigiosa, a este secreto insondable. Creyó inmediatamente que iba a ser verdaderamente la Madre de Dios-hecho-hombre.
Es la gracia de Dios la que produce esta maravilla en el corazón de los elegidos; la humildad no los hace ser temerosos ni timoratos, como tampoco la generosidad de su alma los vuelve orgullosos. Al contrario, en los santos, estas dos virtudes de refuerzan la una a la otra. La grandeza de alma no sólo no abre la puerta a ninguna clase de orgullo, sino que es sobre todo ella la que les hace penetrar siempre más adentro en los misterios de la humildad. En efecto, los más generosos en el servicio de Dios son también los más penetrados del temor del Señor y los más agradecidos por los dones recibidos. Recíprocamente, cuando la humildad está en juego, no se desliza en el alma ninguna ruindad. Cuanto menos una persona tiene la costumbre de presumir de sus propias fuerzas, incluso en las cosas más pequeñas, tanto más se confía en el poder de Dios, incluso en las más grandes (cf. deiverbum.org).
Papa Francisco
Ángelus
Plaza de San Pedro
IV Domingo de Adviento, 20 de diciembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo de Adviento subraya la figura de María. La vemos cuando, justo después de haber concebido en la fe al Hijo de Dios, afronta el largo viaje de Nazaret de Galilea a los montes de Judea, para ir a visitar y ayudar a su prima Isabel. El ángel Gabriel le había revelado que su pariente ya anciana, que no tenía hijos, estaba en el sexto mes de embarazo (cf. Lc 1, 26.36). Por eso, la Virgen, que lleva en sí un don y un misterio aún más grande, va a ver a Isabel y se queda tres meses con ella. En el encuentro entre las dos mujeres —imaginad: una anciana y la otra joven; es la joven, María, la que saluda primero—. El Evangelio dice así: «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1, 40). Y, después de ese saludo, Isabel se siente envuelta de un gran asombro —¡no os olvidéis esta palabra: asombro!—. El asombro. Isabel se siente envuelta de un gran asombro que resuena en sus palabras: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (v. 43). Y se abrazan, se besan, felices estas dos mujeres: la anciana y la joven. Las dos embarazadas.
Para celebrar bien la Navidad, estamos llamados a detenernos en los «lugares» del asombro. Y, ¿cuáles son los lugares del asombro en la vida cotidiana? Son tres. El primer lugar es el otro, en quien reconocemos a un hermano, porque desde que sucedió el Nacimiento de Jesús, cada rostro lleva marcada la semejanza del Hijo de Dios. Sobre todo cuando es el rostro del pobre, porque como pobre Dios entró en el mundo y dejó, ante todo, que los pobres se acercaran a Él.
Otro lugar del asombro —el segundo— en el que, si miramos con fe, sentimos asombro, es la historia. Muchas veces creemos verla por el lado justo, y sin embargo corremos el riesgo de leerla al revés. Sucede, por ejemplo, cuando ésta nos parece determinada por la economía de mercado, regulada por las finanzas y los negocios, dominada por los poderosos de turno. El Dios de la Navidad es, en cambio, un Dios que «cambia las cartas»: ¡Le gusta hacerlo! Como canta María en el Magnificat, es el Señor el que derriba a los poderosos del trono y ensalza a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y a los ricos despide vacíos (cf. Lc 1, 52-53). Éste es el segundo asombro, el asombro de la historia.
Un tercer lugar de asombro es la Iglesia: mirarla con el asombro de la fe significa no limitarse a considerarla solamente como institución religiosa que es, sino a sentirla como Madre que, aun entre manchas y arrugas —¡tenemos muchas!— deja ver las características de la Esposa amada y purificada por Cristo Señor. Una Iglesia que sabe reconocer los muchos signos de amor fiel que Dios continuamente le envía. Una Iglesia para la cual el Señor Jesús no será nunca una posesión que defender con celo —quienes hacen esto, se equivocan—, sino Aquel que siempre viene a su encuentro y que ésta sabe esperar con confianza y alegría, dando voz a la esperanza del mundo. La Iglesia que llama al Señor: «Ven, Señor Jesús». La Iglesia madre que siempre tiene las puertas abiertas, y los brazos abiertos para acoger a todos. Es más, la Iglesia madre que sale de las propias puertas para buscar, con sonrisa de madre, a todos los alejados y llevarles a la misericordia de Dios. ¡Este es el asombro de la Navidad!
En Navidad Dios se nos dona todo donando a su Hijo, el Único, que es toda su alegría. Y sólo con el corazón de María, la humilde y pobre hija de Sión, convertida en Madre del Hijo del Altísimo, es posible exultar y alegrarse por el gran don de Dios y por su imprevisible sorpresa. Que Ella nos ayude a percibir el asombro —estos tres asombros: el otro, la historia y la Iglesia— por el nacimiento de Jesús, el don de los dones, el regalo inmerecido que nos trae la salvación. El encuentro con Jesús nos hará también sentir a nosotros este gran asombro. Pero no podemos tener este asombro, no podemos encontrar a Jesús, si no lo encontramos en los demás, en la historia y en la Iglesia. (cf. vatican.va).
NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.