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II DOMINGO DE ADVIENTO (C)

 

EVANGELIO

Todos verán la salvación de Dios (cf. Lc 3, 1-6)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Felipe tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanio tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.

Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:

«Voz del que grita en el desierto:

Preparad el camino del Señor,

allanad sus senderos;

los valles serán rellenados,

los montes y colinas serán rebajados;

lo torcido será enderezado,

lo escabroso será camino llano.

Y toda carne verá la salvación de Dios».

Palabra del Señor.

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

San Ambrosio

La predicación de San Juan Bautista

Vino la palabra de Dios sobre Juan, el hijo de Zacarías, en el desierto. Antes de congregar a la Iglesia, el Hijo de Dios obra en su servidor. Bien ha hecho San Lucas al mostrar que la Palabra de Dios vino sobre Juan, el hijo de Zacarías, en el desierto; pues la Iglesia comenzó no por un hombre, sino por el Verbo. Ella misma es el desierto, pues los hijos de la desertada son más numerosos que los de la esposa (Is 54, 1). Por eso se le ha dicho: Alégrate, estéril (ibíd.) y alborózate, desierto (ibíd., 3, 9), pues no había sido cultivada todavía por el trabajo de un pueblo de extranjeros, y estos árboles que podrían dar frutos no habían llegado aún a la cima de sus méritos. No había venido todavía el que había de decir: Soy como un olivo fértil en la casa del Señor (Sal 51, 10); la viña celestial no garantizaba aún los frutos a sus sarmientos (Jn 15, 1) por el canal de sus palabras. Vino, pues, la Palabra, para que lo que antes era desierto produjese para nosotros frutos; vino la Palabra y siguió la voz; pues el Verbo (la Palabra) obra antes interiormente, y luego la voz hace su misión. Por esto David dice: He creído, puesto que he hablado (Sal 115, 1): ha creído primero para poder hablar.

Vino, pues, la Palabra, para que San Juan Bautista predicase la penitencia. Y de este hecho muchos aplican a San Juan la figura de la Ley, porque la Ley ha podido denunciar el pecado, pero no perdonarlo; pues la Ley, a los que van por los caminos de los gentiles, los aparta del error, los preserva del crimen, les aconseja la penitencia, para que consigan la gracia. Luego la Ley y los Profetas han durado hasta Juan (Lc 16, 16), y Juan es el Precursor de Cristo. Así la Ley anuncia a la Iglesia, como la penitencia a la gracia. Bien ha hecho San Lucas en ser breve para proclamar a Juan como profeta, al decir que sobre él descendió la palabra de Dios, sin añadir otra cosa; pues no hay ninguna necesidad de traer pruebas de uno mismo cuando abunda en él la palabra de Dios. No ha dicho más que una palabra que lo explica todo.

Por el contrario, San Mateo y San Marcos han querido mostrar al profeta en su vestido, en su cinto, en su comida, puesto que él tuvo un vestido de pieles de camellos, y un cinto de cuero sobre sus riñones, y se alimentaba de langostas y de miel silvestre. El Precursor de Cristo no soportaba dejar perder los despojos de las bestias inmundas y, por el signo de su propio vestido, presagiaba la venida de Cristo, que, tomando sobre sí la monstruosidad, impregnada de las manchas de nuestras acciones innobles, de los pecados de la gentilidad inmunda, se despojaría sobre el trofeo de la cruz del vestido de nuestra carne.

Mas ¿ qué quiere decir este cinto de cuero, sino que esta carne que hasta entonces había tenido la costumbre de gravar al alma, ha comenzado, después de la venida de Cristo, a ser, no un impedimento, sino un cíngulo? Pues, según David, hemos colgado en los sauces las liras (Sal 136, 2), y, según el Apóstol, no tenemos confianza en la carne y la tenemos en el cuerpo, no la tenemos en los placeres, la tenemos en los sufrimientos, estando animados por un sentimiento de fervor espiritual y preparados para ejecutar todos los mandamientos del Cielo por la devoción del alma bien orientada y por la disposición del cuerpo bien equipado.

Aun el mismo alimento del profeta indica su misión y anuncia el misterio. ¿Existe algo tan inútil y vano para el hombre que buscar langostas, y algo tan fecundo al misterio del profeta? Cuanto las langostas son más desprovistas de utilidad, impropias para cualquier uso, fugaces al tacto, saltando de aquí para allá, y estridentes, tanto más convienen y son aptas para figurar al pueblo de las naciones que, sin trabajo útil, sin obra fructuosa, sin ponderación, emiten el sonido inarticulado de sus murmullos e ignoran la palabra de vida. Este pueblo es, pues, la comida de los profetas; pues cuanto más numeroso es el pueblo que se reúne, más crece y abunda la cosecha de los labios del profeta. La suavidad de la Iglesia es también prefigurada en la miel silvestre, que no se encuentra en las rocas de la Ley, como producida por el pueblo judío, sino esparcida por los campos y arbustos de las selvas por el error de los gentiles, según se ha dicho: la encontramos en los campos de las selvas (Sal 131,6).

Y éste comía la miel silvestre para anunciar que los pueblos serían saciados con la miel de roca, como está escrito: Y los sació con la roca de miel (Sal 80, 17). Así también los cuervos alimentaban a Elías en el desierto con un alimento que ellos le traían y con una bebida que ellos le procuraban, signo de que los pueblos de las naciones, repugnantes por la negrura de su conducta, que hasta entonces buscaban su comida en los cadáveres fétidos, ofrecerían ahora a los profetas su alimento; pues la comida de los profetas es el cumplimiento de la voluntad divina, como lo ha declarado el mismo Señor con estas palabras: Mi comida es hacer la voluntad de Aquel que me ha enviado (Jn 3, 34).

Una voz grita en el desierto. Está bien llamar voz a San Juan, el Precursor del Verbo. Pues el mismo Juan, a la pregunta: ¿Qué dices de ti mismo?, ha respondido: Yo soy la voz que clama en el desierto (Jn 1, 22). Y por eso dijo: el que viene en pos de mí ha sido hecho antes que yo, porque la voz, que es inferior precede; después viene el Verbo, que es superior. Por eso ha querido también ser bautizado por Juan, porque entre los hombres el Verbo tiene su consagración en la palabra del doctor. Puede ser también que Zacarías haya recobrado la voz por haber nombrado la voz. (S. Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.2, 67-73 [BAC, Madrid, 1966] pp. 124-128).

 

P.Alfredo Sáenz, S. J.

La voz que clama

Ya se aproxima el día y es precedido por la aurora. Ya las tinieblas se disipan, porque está cerca de nosotros la Luz. El presagio de este nuevo día es el Bautista. Es él quien se coloca entre los dos Testamentos, como síntesis del Antiguo y como alborada del Nuevo. Es en él donde parecen sintetizarse la Ley y los Profetas en la espera de algo nuevo y más perfecto: la Nueva Ley Evangélica. Es él como la voz de la conciencia del antiguo hombre que quiere levantarse en la expectativa de otra vida. Es la voz restauradora de la conciencia natural en busca de la perfección que obrarán en ella la gracia y la caridad.

Se acerca la Luz, se acerca la Palabra de Dios, y Juan el Bautista es su heraldo, su pregonero. Juan anuncia el Reino y prepara los corazones para ingresar en él por medio de la penitencia. Es el interlocutor entre Dios y cada una de las conciencias. Tiene a su favor que toda la verdad que predica se asienta beneficiosa en cada alma y produce un efecto contundente, ya que cada alma tiene la propia voz interior que grita el cambio de conducta. Sin ambages, el Predicador del Jordán habla de lo que es bueno y lo que es malo. No se deja guiar por respetos humanos, aunque no por ello deja de ser prudente. Tiene a su favor el tiempo de gracia que se acerca: la venida del Mesías…

Con todo, no hemos de confundimos, como muchos lo hicieron en su tiempo. Él no es la Palabra, sino sólo su instrumento, mediante el cual Ella quiere ser predicada. La voz es el elemento transmisor de la palabra entre los hombres. Dice San Agustín: «El sonido de la voz conduce a tu espíritu la inteligencia de una idea mía, y cuando el sonido vocal te ha llevado a la comprensión de la idea, se desvanece y pasa…». Una vez que la voz ha cumplido su cometido, una vez que ella ha servido de puente entre dos espíritus, desaparece. Es por eso que el Bautista dice: «Es preciso que Él crezca y que yo disminuya».

Juan es el amigo del esposo, que le presenta a la esposa reconvenida y purificada con la penitencia. Es él la voz clamadora que quiere ver con cierta urgencia a las almas preparadas para lo que ha de venir. Una vez asentada la lejía de la penitencia en cada hombre, queda el camino expedito para el perdón que trae Cristo Jesús.

Predica en el desierto

El desierto es un lugar amplio, despojado de toda belleza y verdor. El desierto es austero, desolador y en él viven innumerables alimañas. Puede significarnos el campo de este mundo que se ha olvidado de vivir según Dios, Cuando los hombres no viven la vida de la gracia, se parecen A este lugar despejado, sin vida, sin verdura y sin frutos. Pero el Señor ha venido para hacer de nuestras almas otro paraíso donde Él quiere recrearse. En este Adviento, tiempo de preparación para su presencia entre los hombres, nos preparamos para vivir su vida, no con una medida mezquina, sino para vivirla en abundancia, como Él quiere. El mundo, cuando se olvida de Dios, no sabe dar razón de sí, perdiendo su belleza y esplendor. Se parece a un páramo desolado. Cuando el hombre se olvida de Dios, se convierte en algo similar al desierto. Cuando las almas, plantíos del Señor, viña mística, cuidada y regada por el Divino Hortelano, se olvidan de su dignidad, se olvidan de vivir la vida divina, se transforman en viñas desoladas, en plantíos devastados. Con la presencia del Bautista, esa voz que dama en el desierto, la Iglesia nos viene a decir en este Adviento que hemos de preparamos para dejar lo que tengamos de desierto en nuestras vidas, y por la obra de Jesús, nos transformemos en paraísos vivientes, donde se descubre belleza, vida, gracia y frutos de buenas obras.

Hemos de preparar el camino para el Señor: «Allanad sus senderos, los valles ser senderos sinuosos…». Es decir, todo aquello que no condiga con la voluntad amorosa de Dios, debe ser transformado. Nuestro amor propio debe ser abajado, los baches de nuestra pereza rellenados, las sendas tortuosas de nuestros malos hábitos cambiadas. Y hemos de estar seguros que Dios, Supremo Artífice de obras terminadas, acabará la obra comenzada.

La voz nos clama

El Bautista no ha dejado de predicar, lo sigue haciendo. Por eso la Iglesia nos lo presenta para nuestra reflexión. Hoy parece suponerse que la penitencia ha perdido su sentido. A veces se piensa en ella como si se tratase de una idea trasnochada, una idea propia de tiempos pasados, que hoy ya hemos superado. Incluso se la considera como una práctica directamente mala, que atenta contra el cuerpo, una especie de masoquismo con visos de piedad. Otras veces se la concibe como algo contrario a la alegría de vivir, como contrario a la expansión licita del hombre. Nada más trasnochado y carente de verdad que todo esto. Al mundo de hoy le cuesta aceptar la enseñanza del Bautista acerca de la penitencia, posteriormente retomada por el mismo Señor Jesucristo, como condición para entrar en el Reino. Es cierto que la penitencia es como una puerta por la cual nos cuesta ingresar; pero si la abrimos, encontrarnos el Misterio del Reino de Cristo. Cuando el hombre entrando por ella se achica, se empequeñece por la humildad, entonces recién le es posible descubrir el mundo sobrenatural que le concede la misericordia de Dios.

¿Por qué el mundo contemporáneo ha perdido la práctica de la penitencia? En primer lugar diríamos que el hombre de hoy se ha acostumbrado a vivir bajado de la Cruz; vive mirando hacia abajo, en el conformismo apetente de los bienes de consumo. Es un mundo hedonista, que busca la satisfacción en el placer por el placer mismo. A este hombre le costará hacer penitencia, porque la conciencia cauterizada ha perdido la noción de lo que es el pecado como ofensa a Dios. ¿Cómo hacer penitencia de algo que no me duele moralmente, y que me parece hasta natural, o si me duele, ya que la voz de la conciencia nunca se extingue del todo, me duele muy poco?

Una de las grandes conquistas del demonio es haber logrado que el hombre pierda el sentido del pecado. Pío XII lo decía de esta forma: «Tal vez hoy, el más grande pecado del mundo es que los hombres han comenzado a perder el sentido del pecado». La pérdida de la verdadera dimensión de este mal es que se ha perdido la noción de Dios. Vivimos en una crisis de fe, pero también de enfriamiento de la caridad. El que ama se duele de ofender a aquel que ama. Por eso nos hemos de preguntar: ¿quién es Dios para mí?, ¿quién soy yo delante de Él?, ¿me causa dolor realmente ofenderlo? Nos hemos alejado de una ubicación humilde y respetuosa frente al Todopoderoso de quien dependemos en todo. Bien decía Pablo VI que «con el olvido de Dios y de nuestras relaciones con Dios, que nos urge mediante su ley moral a obrar responsablemente ante Él, cae también el sentido del pecado».

Al perder la claridad sobre estas nociones: Dios, el pecado como ofensa, la gracia, el hombre va perdiendo también la noción de su verdadera dignidad de hijo de Dios. A lo mejor buscará exaltar su libertad diciendo que es libre de hacer lo que quiera, lo que a él se le venga en gana, pero al obrar lo malo, por libre que se crea, se va esclavizando y degradando en su ser íntimo. La mala valoración del pecado lleva como de la mano a la falsa valoración de la libertad. Así se dilapidan los dones recibidos de Dios, como aquel hijo pródigo que se fue de la casa paterna en búsqueda de otros amores. Creyó haber encontrado lejos de Dios su felicidad, pero ésta era sólo engaño.

Nunca debemos abandonar la penitencia porque ella es salvífica. Cuando el pecador se anima a caminar por ella, doliéndose sinceramente de sus pecados, ya está caminando hacia el puente que lo conduce a la orilla de la misericordia y del perdón. Cuando falta este dolor, esta contrición, entonces damos rodeos sin acercamos al perdón. Dios quiso venir al hombre por medio de la Humanidad Salvadora de Cristo. Ella es la expresión máxima del amor que el Padre nos tiene a través de su Hijo. Ella es el «puente» que nos conduce por medio de la penitencia al Reino y sus realidades presentes y futuras.

Lo mejor que le podría suceder al hombre de hoy es que aparezcan otros predicadores como Jonás de Nínive y Juan del Jordán, que proclamen a viva voz la conversión. Porque el pecado es la peor miseria que subyace en el corazón. Hoy se opta por los pobres, los marginados sociales, los enfermos; todas opciones válidas, pero hemos de reconocer que el de peor condición es el pobre pecador. Por los pecadores se ha encarnado el Verbo y realizó su hecho salvífico. Con su pasión, muerte y resurrección, nos liberó de la culpa y la pena eterna.

Debemos animamos a abrir con el picaporte de la penitencia la puerta que nos conduce al Reino. De nuestra parte se espera la acción de abrir, doliéndonos de nuestros pecados; por la otra esperamos la respuesta perdonadora de un Dios misericordioso. Esta es la manera de entrar al mundo de las realidades espirituales, al Reino de su amor y luz, al Reino de la alegría y de la paz de la conciencia.

Ojalá que otros Bautistas nos anuncien siempre las cosas del Reino con el rótulo que verdaderamente lo define, no con el rótulo que el hombre quiso ponerle. Ojalá que siempre se llame a la gracia, gracia y vida; y al pecado se lo llame por su nombre, significándonos la muerte. Ojalá se anuncie siempre la necesidad de la penitencia y el efecto que esta medicina produce en el alma. Es propio del coraje anunciar las cosas como son: «Aprended a pensar o a hablar y a obrar según los principios de la sencillez y claridad evangélica: “Sí, sí, no, no”. Aprended a llamar blanco al blanco y negro al negro; mal al mal y bien al bien. Aprended a llamar pecado al pecado y no llamarlo liberación y progreso, aunque toda la moda y la propaganda fueran contrarias», les decía una vez Juan Pablo II a jóvenes universitarios. Salvar al pecador no es ocultarle la enfermedad del alma, sino procurar que la reconozca para que aplique la medicina adecuada.

El Bautista no sólo nos viene a enseñar con su predicación, sino también con todo el ejemplo de su vida. Todo en él es una voz que clama. La voz de su vida toda es para nosotros un ejemplo, puesto que toda su vida fue un crecer para perfeccionarse en la vida de Dios. No en vano leemos que «el niño crecía y se fortalecía». Él nos intima a luchar por nuestra perfección y la de todo el mundo. Sigamos su ejemplo. (Sáenz, A., Palabra y Vida, Ciclo C [Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994] pp. 13- 18).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.