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Un tsunami se detiene al bendecir el mar con el Santísimo Sacramento

Cuando un sacerdote, con fe y confi anza en el poder de Dios, confía su ministerio al Santísimo Sacramento, puede mover montañas o dispersar tsunamis… El caso que recordamos se puede califi car de «milagroso» y sucedió a principios del siglo XX en la isla de colombiana de Tumaco, tras un intenso terremoto y el consiguiente tsunami. Se conoce, desde entonces, como el «Milagro de Tumaco».

En la mañana del 31 de enero de 1906, Yanisa Castillo se encontraba en la cocina de su casa y acababa de echar unos trozos de plátano dentro de una olla hirviente, cuando la tierra rugió como una fi era y después se estremeció violentamente. La mujer se apoyó en la pared de guadua y tuvo tiempo de persignarse antes de agarrar la olla, que estaba sobre el fogón de leña, para impedir que se volcara.

Los dos hijos de Yanisa que estaban jugando en el patio aparecieron en el umbral de la puerta, estaban pálidos y nerviosos… Faltaba el perro. Yanisa lo llamó varias veces; no había rastro del animal. Pensó que podía estar en la playa que quedaba en la parte de atrás de la casa. El agua del mar se había retirado varios cientos de metros; ahí estaba el perro jugueteando con un cangrejo azul. En ese momento, la tierra volvió a rugir y a moverse…

Detente en nombre de Dios

Se dirigen hacia la iglesia

Yanisa echó un vistazo hacia el horizonte y, en ese momento, vio una ola tan grande como una montaña gris que avanzaba hacia la costa. Se llenó de pánico y salió corriendo a buscar a los niños que había dejado en la casa, cargó en brazos a su hijo más pequeño, se llevó a rastras al mayor y salió corriendo como todos hacia la iglesia.

A esa hora, el P. Gerardo Larrondo de San José se hallaba en la Casa curial poniendo en pie floreros y muebles que el temblor había desparramado. Escuchó un murmullo de plaza de mercado, y a través de la ventana observó con preocupación a la gente apiñándose como hormigas en la entrada del templo… Cuando lo vieron, se abalanzaron sobre él y le suplicaron que hiciera algo para detener la ola gigante que, de un momento a otro, iba a descargar su furia sobre los rebordes de la bahía.

Para cerciorarse, el cura subió a la torre de la iglesia, y desde ahí pudo apreciar en toda su longitud la silueta interminable de una montaña de agua que se acercaba a la orilla. En ese momento, comprendió claramente la magnitud de su destino, supo que él estaba ahí para salvar las vidas de aquellos atribulados seres, y de paso corroborar por siempre la grandeza de su Dios.

Con Jesús Sacramentado ante el mar

Sin pensar demasiado y erigiendo como única arma su fe inquebrantable, corrió hacia el altar mayor, agarró el copón y la custodia para Jesús Sacramentado y se encaminó a la playa. Algunas personas que estaban dentro de la iglesia, se fueron detrás de él. Otros se quedaron dentro rezando el Rosario.

Desde la orilla, el sacerdote pudo mirar la gigantesca ola. Era la más grande que alguien pudiera imaginarse, cubría todo el horizonte y sin duda podía arrasar a Tumaco por completo. El padre levantó con las dos manos a Jesús Sacramentado, hizo la señal de la cruz en dirección de la ola y le ordenó detenerse en nombre de Dios…

Se hizo un silencio abrumador, las gentes contuvieron la respiración, apretaron los dientes, cerraron los ojos con fuerza y dejaron de sollozar. Entonces ocurrió el prodigio: el mar dejó de rugir, el viento se calmó, la inmensa ola perdió tamaño y en un instante se convirtió en un oleaje inofensivo que humedeció mansamente las sandalias del sacerdote.

Después, sobre la peña del Morro, brilló un inmenso arco iris. El pánico de la gente se convirtió en una explosión de júbilo; algunos cargaron en hombros al P. Larrondo y lo llevaron en andas por las callejuelas agrietadas gritando a voz en cuello…, un coro que desde aquel día resuena por siempre en la memoria de los tumaqueños: «¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro!» (cf. gente-de-tumaco.blogspot.com).

 

Revista Prado Nuevo nº 34. Anécdotas para el alma

 

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