Su fiesta es el día 15 de agosto
Solemnidad de la Asunción de la bienaventurada Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo, que, acabado el curso de su vida en la Tierra, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria de los cielos. Esta verdad de fe, recibida de la tradición de la Iglesia, fue definida solemnemente por el papa Pío XII en 1950. Una bella leyenda, sobre este misterio, iluminó en otros siglos la vida de los cristianos; la Iglesia no la incorporó a sus libros litúrgicos, pero la dejó correr libremente para edificación de los fieles.
Un ángel se aparecía a la Virgen y le entregaba la palma diciendo: «María, levántate, te traigo esta rama de un árbol del paraíso, para que cuando mueras la lleven delante de tu cuerpo, porque vengo a anunciarte que tu Hijo te aguarda». María tomó la palma, que brillaba como el lucero matutino, y el ángel desapareció. Esta salutación angélica, eco de la de Nazaret, fue el preludio del gran acontecimiento. Poco después, los Apóstoles, que sembraban la semilla evangélica por todas las partes del mundo, se sintieron arrastrados por una fuerza misteriosa que les llevaba a Jerusalén en medio del silencio de la noche. Sin saber cómo, se encontraron reunidos en torno de aquel lecho, hecho con efluvios de altar, en que la Madre de su Maestro aguardaba la venida de la muerte. En sus burdas túnicas blanqueaba todavía, como plata desecha, el polvo de los caminos: en sus arrugadas frentes brillaba como un nimbo la gloria del apostolado.
Se oyó de repente un trueno fragoroso; al mismo tiempo, la habitación se llenó de perfumes, y Cristo apareció en ella con un cortejo de serafines vestidos de dalmáticas de fuego. Arriba, los coros angélicos cantaban dulces melodías; abajo, el Hijo decía a su Madre: «Ven, escogida mía, yo te colocaré sobre un trono resplandeciente, porque he deseado tu belleza». Y María respondió: «Mi alma engrandece al Señor». Al mismo tiempo, su espíritu se desprendía de la Tierra, y Cristo desaparecía con él entre nubes luminosas, espirales de incienso y misteriosas armonías. El corazón que no sabía de pecado, había cesado de latir; pero un halo divino iluminaba la carne nunca manchada. Por las venas no corría la sangre, sino luz que fulguraba como a través de un cristal. Después del primer estupor, se levantó Pedro y dijo a sus compañeros: «Obrad, hermanos, con amorosa diligencia; tomad ese cuerpo, más puro que el Sol de la madrugada; fuera de la ciudad encontraréis un sepulcro nuevo. Velad junto al monumento hasta que veáis cosas prodigiosas».
Se formó un cortejo. Las vírgenes iniciaron el desfile; tras ellas iban los Apóstoles salmodiando con antorchas en las manos, y en medio caminaba san Juan, llevando la palma simbólica. Coros de ángeles agitaban sus alas sobre la comitiva, y del Cielo bajaba una voz que decía: «No te abandonaré, margarita mía, no te abandonaré; porque fuiste templo del Espíritu Santo y habitación del Inefable» (…). Al tercer día, los Apóstoles que velaban en torno al sepulcro oyeron una voz muy conocida, que repetía las antiguas palabras del Cenáculo: «La paz sea con vosotros». Era Jesús, que venía a llevarse el cuerpo de su Madre. Temblando de amor y de respeto, el Arcángel San Miguel lo arrebató del sepulcro, y, unido al alma para siempre, fue dulcemente colocado en una carroza de luz y transportado a las alturas (cf. catholic.net).