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«Estoy con vosotros, y estando con vosotros, ¿a quién podéis tener miedo?»

 

Mensaje del 5 de Febrero de 1982

Al poco de iniciar el mensaje, el Señor muestra a Luz Amparo un cuadro de la Pasión, en el que se mezclan imágenes del Calvario, ya reflejadas en los Evangelios, y otras no conocidas. Insultos, blasfemias, burlas…, el dolor de Cristo —más moral que físico—, sus palabras en la Cruz, el amor inmenso manifestado a los hombres…

Vuelve a insistirle en el gran valor del sufrimiento, sus causas y sus frutos:

«Sí, hija mía, sufrimos mucho por la salvación de todas las almas; hay muchas almas ingratas, pero también hay almas buenas que se arrepienten de sus culpas, que piden perdón a su Padre misericordioso. Y que su Padre misericordioso los está esperando a todos para darles su herencia, que son las moradas celestiales. Ésa es la mejor herencia. Esa herencia es para toda la eternidad. Por eso te repito que vale la pena este sufrimiento» (El Señor).

Le recuerda que no es mayor el discípulo que el maestro (cf. Mt 10, 24; Lc 6, 40):

«…piensa que tú no eres más que yo, y a mí me lo hicieron. Me persiguieron, me calumniaban, ¿qué no van a hacer contigo, hija mía? Todo eso lo harán contigo por causa de mi Nombre».

Los sacerdotes «tienen que sentirse almas de Dios y tener las virtudes que me son más queridas. Esas virtudes son: la humildad y el amor a los demás». P. Marcelino cuando era diácono, primer escalón del sacramento del Orden.

Y le transmite una bienaventuranza:

«Dichosos a los que calumnien por mi causa, porque su recompensa será eterna en el Cielo».

No falta la mención a las almas consagradas —tan amadas de los Sagrados Corazones—, con palabras especiales para los sacerdotes, expresando el profundo dolor que le producen los que se desvían del camino recto del Evangelio. Es necesario señalar, por ello, la altísima responsabilidad de todo sacerdote, derivada de su misma vocación y de los compromisos adquiridos al recibir el sacramento del Orden; de ahí que su infidelidad hiera tanto el Corazón de Cristo y tenga consecuencias fatales para el alma sacerdotal. Es aplicable aquí el famoso adagio: «Corruptio optimi pessima» (la corrupción de lo mejor es la peor), pues quien está llamado a vivir vocación tan excelente, si la desvirtúa con una vida desordenada, traiciona su misma esencia. Por eso, ¡cuántas veces se han lamentado Jesús y María en Prado Nuevo por sus sacerdotes! «¡Ay, sacerdotes tan amados de mi Corazón y del de mi Hijo —exclamaba una vez la Virgen con amor y dolor—, tened compasión de estos pobres Corazones que tanto os aman, y que vosotros, muchos de ellos, pagáis con ingratitudes y con desamor!» (7-10-1995).

El mismo Señor, en el mensaje que estamos comentando, declara cómo le gustaría que fuesen sus ministros:

«Para mí mis verdaderos hijos son mis verdaderos imitadores de mi santa Iglesia, tienen que sentirse almas de Dios y tener las virtudes que me son más queridas. Esas virtudes son: la humildad y el amor a los demás» (El Señor).

Y en otro mensaje posterior —por citar un ejemplo más— comunica a Luz Amparo:

«¡Ay, sacerdotes de Cristo, volved vuestra mirada a la Divina Majestad de Dios, que Él volverá la gracia a vuestro espíritu para que trabajéis en su rebaño! Hay mucho trabajo y pocos operarios (…). El sacerdote… Sí, mira, hija mía, el día que el sacerdote se entrega a Dios, lo reviste de su gracia en un esplendor divino; míralo, hija mía…» (6-4-1996).

Hace un llamamiento general a las almas, invitándolas a la confi anza en Dios, no temiendo a nadie, y a que ofrezcan obras que sean agradables al Señor:

«Llamo a los que han sido humillados, calumniados por mi causa. A los que os calumnian y a los que os humillan, no tengáis miedo, estoy con vosotros, y estando con vosotros, ¿a quién podéis tener miedo? Tenéis que ser fuertes y pensad que tenéis que presentaros con las manos llenas ante el Padre Celestial. Procurad, cuando ese día llegue, haber hecho buenas obras; que esas buenas obras están escritas».

“Hablen al corazón”, pidió el Papa a nuevos sacerdotes (Basílica S. Pedro, 7-5-2017)

Sobre lo primero, anota el libro del Eclesiástico: «En el fuego se purifica el oro, y los aceptos a Dios en el honor de la humillación» (Si 2, 5). Citemos, además, las palabras de Jesús en el Evangelio: «El que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Mt 23, 12). Por su parte, la enseñanza de san Pedro en su primera carta es clara: «Revestíos todos de humildad en vuestras mutuas relaciones, pues Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios para que, llegada la ocasión, os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones, pues Él cuida de vosotros» (1 P 5, 5-7). Esta última recomendación, que invita a la confianza en Dios va en la misma línea del mensaje, cuando pide el Señor que desterremos el miedo y nos fiemos de Él: «Estoy con vosotros, y estando con vosotros, ¿a quién podéis tener miedo?». Cristo anuncia a sus apóstoles que irán a ambientes nada favorables: «Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos» (Mt 10, 16). La fe en la Providencia no se basa en las condiciones a favor o en contra que se presenten, sino en la certeza de que Dios está con nosotros y no nos abandona. San Juan Clímaco afirmaba que si tenemos temor de Dios, todos los demás temores desaparecerán.

Sta. Teresa de Calcuta unió a su fe las obras con los más pobres.

Acerca de la importancia de las obras unidas a la fe nos enseña la epístola de Santiago: «¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: “Tengo fe”, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? (…). Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta. Y al contrario, alguno podrá decir: “¿Tú tienes fe?; pues yo tengo obras. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe” (…). ¿Quieres saber tú, insensato, que la fe sin obras es estéril? Abraham nuestro padre ¿no alcanzó la justificación por las obras cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿Ves cómo la fe cooperaba con sus obras y, por las obras, la fe alcanzó su perfección? (…). Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente» (St 2, 14. 17-18. 20-22. 24). Vienen al caso las palabras de san Juan Crisóstomo: «Ni siquiera sería necesario exponer la doctrina si nuestra vida fuese tan radiante, ni sería necesario recurrir a las palabras si nuestras obras dieran tal testimonio. Ya no habría ningún pagano, si nos comportáramos como verdaderos cristianos»1. «Obras son amores, que no buenas razones», dice el conocido refrán. Obremos el bien; seamos difusores del Sumo Bien, siendo bondadosos con los demás; no faltarán ocasiones para «medir» el amor que hay en nuestro corazón; ojalá que el grado de caridad aumente cada día un poco más

 

 

 

 

(Revista Prado Nuevo nº 31. Comentario a los mensajes)

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