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Conciliábulo de los judíos y traición de Judas (S. Alfonso María de Ligorio)

 

CAPÍTULO II

Entonces los pontífices y fariseos juntaron consejo y dijeron: ¿Qué hacemos?, porque este hombre hace muchos milagros[1]. Mientras que Jesús se ocupaba en derramar gracias y obrar milagros en beneficio de todos, los principales personajes de la ciudad maquinaban la muerte del autor de la vida. Caifás, el impío pontífice, dijo: Conviene que muera un solo hombre por el bien del pueblo y no perezca toda la nación[2] Y desde aquel día, prosigue diciendo San Juan, no pensaban sino en el medio de hacerle morir.

Mientras que los pontífices deliberaban, se presenta Judas y les dice: ¿Qué queréis darme y yo lo pondré en vuestras manos?[3] Grande debió ser la alegría que se hubo de apoderar de los judíos, de estos malvados enemigos de Cristo, al ver que uno de sus mismos discípulos se disponía a hacerle traición y a entregarlo en sus manos. Esta su alegría sería trasunto de aquella otra que debe haber en el Infierno cuando un alma que ha estado al servicio de Cristo lo abandona y le hace traición por un vil interés, por un placer emponzoñado.

Pero mira, Judas, ya que estás dispuesto a vender a tu Dios, pide al menos el precio de su valor: es un bien infinito; su precio, por consiguiente, debe ser infinito. Pero tú ¿cierras la venta en treinta monedas de plata?[4] Alma mía infortunada, olvídate por un momento de Judas y piensa en ti misma; dime, ¿a qué precio has vendido tantas veces al demonio la gracia de Dios?

¡Oh Jesús mío!, vergüenza me da comparecer en vuestra presencia cuando me acuerdo de las injurias que os he hecho. ¡Cuántas veces os he menospreciado por un antojo, por un momentáneo y vil placer! Bien sabía yo que pecando perdí vuestra amistad, y voluntariamente he renunciado a ella por una nonada. ¡Ojalá hubiera muerto antes que haberos causado tan grande ultraje! Jesús mío, me arrepiento de ello con toda mi alma y quisiera morir de dolor.

Admiremos aquí la benignidad de Jesucristo. No ignora el diabólico complot que acaba de hacer Judas, y, sin embargo, no lo despide de su compañía ni le mira con indignación, sino que lo admite por amigo y lo sienta a su mesa; y si le habla de su infame traición, es para que entre en sí mismo; y cuando Jo ve obstinado en la maldad, se humilla en su presencia y se rebaja hasta lavarle los pies para ablandar su corazón.

¡Oh Jesús mío!, veo que lo mismo hacéis conmigo; os he despreciado, os he hecho traición, y, sin embargo, no me habéis negado vuestra amistad; me miráis con ojos de ternura y me admitís a vuestro eucarístico banquete. ¿Por qué, amadísimo Salvador, no he correspondido siempre a vuestro cariño? ¿Cómo podré en adelante alejarme de Vos y renunciar a vuestro amor?

[1] Jn 11, 47.

[2] Jn 11, 50.

[3] Mt 26, 15.

[4] Ibíd.

(Texto de San Alfonso María de Ligorio sobre la Pasión del Señor)

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