Mensaje del 25 de septiembre de 1981 (I)
En este mensaje, el Señor se presenta como «el padre del hijo pródigo», lo cual nos recuerda la conocida parábola del Evangelio:
«Anuncia, hija mía —le dice a Luz Amparo—, que soy como el padre del hijo pródigo, que todo el que venga a mí estará salvado, que yo estoy esperando con los brazos abiertos».
Y es que… ¡el amor de Dios es grande!; Él sale a nuestro encuentro en el camino de la vida, para abrazarnos y estrecharnos en su Corazón, que es un manantial de misericordia. Pero el hombre, enfrascado en el pecado, se aleja de su Salvador, haciendo oídos sordos a sus llamadas a la conversión. Sólo cuando se atreve a pronunciar las palabras del joven de la parábola —«Padre, pequé contra el Cielo y ante Ti»—, recupera la amistad con Dios; entonces, el perdón divino se desborda sin medida, pues Él perdona todas nuestras culpas y sana todas nuestras dolencias[1]. ¡Con qué frecuencia el papa Francisco insiste en que Dios nunca se cansa de perdonar!… Si el hijo que se aleja de la casa paterna, despilfarra la herencia recibida y su misma dignidad, el padre derrocha misericordia y amor; por eso, Juan Pablo II, al explicar este pasaje evangélico, dice que la parábola normalmente llamada del hijo pródigo debería denominarse «del padre misericordioso[2]». No es extraño, por ello, que el Señor manifieste en el mensaje: «Estoy muy triste», pues no es insensible a los desprecios del hombre pecador, y espera de él una petición de perdón cuando le ha ofendido, y una mirada de amor y agradecimiento a tantos beneficios recibidos.
Al son de trompetas
A continuación, con un lenguaje bíblico, anuncia:
«Diles que las trompetas están a punto de sonar. ¡Pobre del que no esté preparado cuando oiga estos sonidos».
La trompeta aparece en la Sagrada Escritura con diferentes significados:
En el libro del Levítico tiene un tono festivo: «En el mes séptimo, el primero del mes, tendréis un descanso solemne, una fiesta memorable con toque de trompetas, una asamblea santa»[3]; asimismo, se utiliza para anunciar el año de jubileo: «Entonces, en el mes séptimo, el diez del mes, harás resonar la trompeta sonora; en el día de la Expiación haréis resonar la trompeta por toda vuestra tierra[4]». Como aviso de una teofanía (o manifestación de Dios) son tañidas en el libro del Éxodo[5]: «Al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte, y también un toque penetrante de trompeta (…). Entonces Moisés hizo salir al pueblo del campamento para ir al encuentro de Dios». San Pablo la refiere en cuanto a signo de la venida de Cristo: «Porque el mismo Señor, dada la señal, descenderá del cielo, a la voz del arcángel y al son de la trompeta de Dios»[6]. Muchas veces, se proclama con ella la majestad de Yahveh, y también resuena como aviso de calamidades, cuando se van nombrando las siete trompetas del Apocalipsis (capítulos 8, 9 y 11).
Con este último sentido profético parece que habla el mensaje, pues, nada más referirse al sonido de las trompetas, anuncia:
«Habrá grandes terremotos, grandes sequías, enfermedades que causarán la muerte», y muestra los remedios sobrenaturales para afrontarlo: «Rezad, hijos míos, y poneos a bien con Dios, con la oración se puede calmar la justa y divina ira de Dios Padre».
El valor del sufrimiento
Resalta el Señor el valor del sufrimiento, pues también Él sufrió por nosotros, e invita a la aceptación del mismo como medio para alcanzar la Gloria:
«Es importante sufrir; sufriendo se alcanza el Reino de Dios. Di lo que yo decía: Padre, hágase tu voluntad y no la mía»[7].
Este misterio acompaña la vida de todo ser humano; pero Cristo ha hecho de él una base para alcanzar el bien definitivo: la salvación eterna; Él mismo, con sus padecimientos, ha vencido al artífice del mal: Satanás, que lucha por la perdición definitiva del hombre. «Ante el hermano o la hermana que sufren, Cristo abre y despliega gradualmente los horizontes del Reino de Dios, de un mundo convertido al Creador, de un mundo liberado del pecado, que se está edificando sobre el poder salvífico del amor»[8].
Seguidamente, el mensaje hace referencia a una misteriosa morada:
«La tercera morada se llamará Belén»; y, para conseguirla, la asocia a la cruz, que hay que coger: «…aunque sea pesada; yo os ayudaré a llevarla», anima.
Pide a Luz Amparo que no le defraude en su entrega y termina con una serie de frases llenas de belleza y consuelo:
«Yo soy el Alfa y la Omega, el que crea en mí tendrá el Reino de los Cielos. Llevo una cruz a cuestas, para que Dios Padre derrame su divina misericordia sobre toda la Humanidad (…) Te repito: diles a todos que vengan a mí, que soy como el padre del hijo pródigo».
«Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré»[9], nos dice también el Señor en el Evangelio, abriéndonos así la puerta de su Corazón, para que nos refugiemos en él, y en él podamos descansar y acogernos a su infinita misericordia. En cambio, los hombres se alejan, cada vez más, del camino que conduce a la vida eterna, y no se sienten conmovidos al contemplar la Pasión de Cristo. Precisamente, para advertir de tan grave omisión, la Virgen se manifestó en Prado Nuevo; no olvidemos nunca sus primeras palabras en este lugar: «Que se venga a meditar de cualquier parte del mundo la Pasión de mi Hijo, que está completamente olvidada» (14-junio-1981).
[1] Cf. Sal 102 (103), 3.
[2] Cf. Lc 15, 11-32; Audiencia General, 8-9-1999..
[3] Lv 23, 24.
[4] Lv 25, 9.
[5] Ex 19, 16-17.
[6] 1 Ts 4, 16.
[7] Cf. Mt 26, 42; Lc 22, 42.
[8] Juan Pablo II, Salvifici doloris, 26.
[9] Mt 11, 28.
(Revista Prado Nuevo nº 9. Comentario a los mensajes)