“Amaos unos a otros y compartid. Haced comunidades, hijos míos, y vivid en comunidad, donde reine el Creador del Universo. Vivid, hijos míos, en oración y en sacrificio; también la alegría es un don del Espíritu Santo; el que está en gracia está alegre, hijos míos. Estad alegres, porque tenéis el Espíritu de Dios con vosotros”. (La Virgen, 2 de noviembre de 1996).
Hablamos de la alegría, de la verdadera alegría, esa alegría, fruto del Espíritu Santo, que se da en las almas en gracia. Y decimos “verdadera” alegría porque hay otras “alegrías” que no son verdaderas, que son solo alegrías mundanas, como nos recordaba el Santo Padre Francisco en la homilía del 6 de mayo de 2016 en Casa Santa Marta: “una alegría sin esperanza es una simple diversión, una alegría pasajera. Una esperanza sin alegría no es esperanza, no va más allá de un sano optimismo.”
El Papa Francisco hace esa distinción de las distintas “alegrías”. En la misma homilía nos recuerda: “la alegría humana la puede quitar cualquier cosa, cualquier dificultad. Jesús, sin embargo, nos quiere donar una alegría que nadie podrá quitarnos. Es duradera. También en los momentos más oscuros. Y así sucede en el momento de la Ascensión: Los discípulos, cuando el Señor se va y no lo ven más, se quedaron mirando al cielo, con un poco de tristeza. Pero les despiertan los ángeles. El Evangelista indica que volvieron felices, llenos de alegría. Esa alegría de saber que nuestra humanidad ha entrado en el cielo, por primera vez”.
Ese matiz del dolor que el Santo Padre incorpora a la alegría fortalece nuestro deseo de conservar en el alma la “verdadera” alegría, la que “nadie nos podrá quitar”. Dice el Santo Padre: “el dolor es dolor, pero vivido con alegría y esperanza te abre la puerta a la alegría de un fruto nuevo. Pasaremos por dificultades que también nos hacen dudar de nuestra fe. Pero con la alegría y la esperanza vamos adelante, porque después de esta tempestad llega un hombre nuevo. Y esta alegría y esta esperanza Jesús dice que es duradera, que no pasa”.
En los mensajes de Prado Nuevo se recoge también esta idea acerca de la verdadera alegría: la alegría de la conversión, la alegría de la salvación, la alegría aún en medio de las pruebas, tribulaciones, persecuciones…
“Yo he creado hombres vivos, no cadáveres. He creado hombres con luz, no con tiniebla. Quiero hombres alegres, no tristes. Almas que pongan el pensamiento en Dios, no en las cosas caducas, hija mía. Pero los hombres no hay más ley para ellos que la que a ellos les gusta, hija mía; por eso te digo que, desde el principio de su existencia, son cadáveres que han pasado por el mundo y no han llegado a la luz; son almas lánguidas, hija mía; almas que no piensan nada más que en sí mismas, nunca piensan en la existencia del Creador”. (El Señor, 3 de julio de 1999)
… alegría, luz, eternidad en Dios, frente a la tiniebla, oscuridad, poner la mirada en “lo caduco”. “Almas lánguidas” las llama el Señor: aquellas almas que no elevan su mirada al Creador, Fuente de alegría infinita.
“Hay almas que son unas grandes pecadoras, pero se arrepienten y estas almas son las que verdaderamente llevan mi cruz. ¡Qué alegría cuando esas almas confiesan sus culpas y qué alivio siento sobre mis sufrimientos cuando veo que se arrepienten! ¡Esas almas que han pecado tanto, muchas son las que aman de veras! Sí, hija mía, ¡qué dolor tengo cuando veo que hay muchas almas que no quieren aceptar mi cruz! Por eso tenemos que sufrir los dos juntos para ayudar a esas almas que no se quieren arrimar a mí. Pide a mi Padre Celestial y dile cuando tengas esos sufrimientos: «Oh, Padre mío, Padre Celestial, os ofrezco estos dolores y estos sufrimientos y esta soledad para que te dignes perdonar y sostener a esas almas cuando pasen del tiempo a la eternidad»”. (El Señor, 25 de diciembre de 1981)
La alegría de la conversión, fruto de “sufrir juntos” para ayudar a las almas más desorientadas, más desencaminadas. Y el Señor nos “regala” esa oración tan hermosa para unir nuestros sufrimientos a los Suyos, para la salvación de las almas. Hemos de confiar plenamente en el Señor que está deseando recibir en el Cielo las alegrías de los cambios de vida, de la conversiones de los pecadores, de nuestra conversión diaria: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión” (Lc 15, 7)
Y la mayor alegría… ¡la salvación eterna!:
“Aunque estoy llena de dolor, hija mía, también tengo gozo, porque en el Cielo casi todos los días hay fiesta de almas que se convierten en este lugar. Hoy hay fiesta en el Cielo por ese alma que murió ayer, hijos míos; ¡tantos años separado de Cristo y cómo ha vuelto a la vida!” (La Virgen, 2 de julio de 1988)
Hay gran fiesta en el Cielo por la salvación de cada alma. Confiemos, amemos, oremos y vivamos alegres en medio de las pruebas y dificultades de este “valle de lágrimas”. Nos lo recuerda la carta a los Filipenses (Flp 4, 4-9) y una última cita de los mensajes: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta. Todo cuanto habéis aprendido y recibido y oído y visto en mí, ponedlo por obra y el Dios de la paz estará con vosotros”.
“Sí, hija mía, tú no sabes cuántas almas están subiendo al Cielo por medio de vuestras oraciones; están subiendo en tropel luminoso, en bandas luminosas al Cielo; esto me causa mucha alegría, a pesar de que tengo mucha tristeza porque hay muchos pecadores que no quieren salvarse. Yo estoy suplicando por ellos, pero no me hacen caso; no quieren salvarse. Ya lo sé, hija mía, que estás pidiendo por los sacerdotes. Muchos sacerdotes no son dignos ni de una oración, son los que están constantemente ofendiendo a mi Hijo. Sí, hija mía, algunos sacerdotes ministros de mi Hijo, por su mala vida, por sus errores, irreverencias, hija mía, por su mala disposición al celebrar los santos misterios, por el amor al dinero, al honor y a los placeres carecen de la debida pureza, hija mía”. (La Virgen, 20 de noviembre de 1981)
¡Cuánta alegría por las almas que se van salvando por las oraciones que se elevan desde este bendito lugar, desde Prado Nuevo! Esta alegría mitiga un poquito el dolor que siente la Virgen por aquellas almas que se empeñan en no salvarse, incluso sacerdotes y almas consagradas. A nosotros no nos toca juzgar sino orar y sacrificarnos para la conversión de los que van por caminos equivocados, para nuestra propia conversión y perseverancia diarias.