web analytics
Sin comentarios aún

El Corazón de Jesús: Misterio de la unidad cristiana

 

Por Isidro-Juan Palacios

Todo el mes de junio está consagrado a la devoción del Sagrado Corazón, una piedad hoy ya muy extendida y reconocida en todo el orbe católico. Sin embargo, no fueron sus comienzos demasiado fáciles. En este artículo abordamos algunos aspectos de su historia y doctrina mística, aspectos bastante conocidos en unos casos y demasiado desconocidos en otros; pero que, de ser tenidos en cuenta y practicados, ambos serían esenciales para que la unidad de la cristiandad maltrecha se rehiciera y fraguara de nuevo.

La historia de esta devoción tiene una enorme fuerza en toda la cristiandad, se haya muy extendida y es tan antigua como el propio cristianismo. Y tiene un doble perfil, según contemplemos esta devoción al oriente o al occidente de la religión cristiana, en las Iglesias de raíz griega o latina. Allí, en el cristianismo oriental, posee un carácter marcadamente místico, monacal e interiorizado; aquí, en cambio, en el cristianismo occidental, se caracteriza esta devoción por tener una raigambre más social, aunque su fragua sea también mística. Por eso allí, en el cristianismo de origen griego, es preciso hablar de una devoción “del” Sagrado Corazón de Jesús, mientras que aquí debemos hacerlo más adecuadamente de una devoción “al” Sagrado Corazón de Jesús. Por último, y antes de pormenorizar con brevedad estas distinciones, digamos que allí, en el oriente de la cristiandad, la devoción “del” Sagrado Corazón de Jesús nació antes, con el albor de la nueva religión, en tanto que aquí, en nuestro lado occidental, la devoción “al” Sagrado Corazón de Jesús emergió en los años de la Edad Media. Lo cual no quita para que en nuestra área geo cultural se haya extendido la devoción mucho más que en aquella otra más lejana.

 

La devoción “del” Sagrado Corazón de Jesús en Oriente

Ya desde los primeros momentos del cristianismo, los primitivos monjes que se echaban a los desiertos de antes del siglo III de nuestra era lo hacían intrigadísimos por las palabras de Pablo en su primera Carta a los Tesalonicenses (5,17), que decían: “orad sin cesar”. De hecho, muchos se hacían eremitas y solitarios con el afán de hacer suya esta prescripción y cumplirla. Pero… ¿cómo conseguirlo si el ser humano no siempre está orando y buena parte de su tiempo duerme, come, conversa, lee, piensa o actúa y muchas otras veces se distrae? Enseguida se dieron cuenta de que en el cuerpo humano, como en el de los animales, hay dos elementos que siempre están “despiertos”: la respiración y el corazón. Ahora bien, y como eran cristianos, además de aquellas funciones vitales tenían a Jesús y su Santo Nombre, centro de la cristiandad entera y divinidad encarnada en la Virgen María por obra y gracia del Espíritu Santo.

Así que si en sus prácticas de religión conseguían tales monjes tomar el Nombre de Jesús, repetirlo incesantemente con la palabra a través de la respiración e instalarlo en el corazón, “corporeizando o encarnado el espíritu”, “circunscribiendo lo incorporal en lo corporal”, como decía san Juan Clímaco o de la Escala (580-650), lograrían  cristificarse, realizar en ellos la “encarnación” de Dios en hombre, santificarse. Pero pese a tales explicaciones sencillas, nadie en el fondo se llamaba a engaño, porque todos ellos sabían de antemano que lo que empezaba siendo un ejercicio humano tenía que terminar siendo un ejercicio divino, esto es: una oración que aparentemente el hombre había comenzado culminaba en el fondo con una oración del Espíritu en el hombre. Y… ¿de qué manera se lograba esto? La respuesta ya ha sido sugerida: mediante los latidos del propio corazón. De una forma certera lo ha sintetizado entre otros muchos el strannik o también llamado Peregrino ruso de la Iglesia rusa oriental (siglo XIX). “Me parecía que el corazón, con cada uno de sus latidos, repetía las palabras de la oración”. De ahí que san Juan Crisóstomo (347-407), reconociendo ya los dos estadios del camino que llevaba a la oración incesante, dijera: la oración del “intelecto en el corazón”  es aún humana, en tanto que la “oración del corazón” propiamente dicha es ya con claridad divina. En el corazón está todo, sentenciaba san Macario de Egipto (300-390). “Persevera ―recomendaba el mencionado Juan Crisóstomo―, a fin de que tu corazón absorba al Señor y el Señor absorba tu corazón, de tal manera que los dos lleguen a ser una sola realidad”. ¡Un único cuerpo!

“En el fondo, esta técnica que realiza el ser divino en nosotros no hacía otra cosa que seguir con fidelidad la tradición mística inaugurada por san Dionisio el Areopagita”, padre de toda la mística cristiana y  misterioso personaje que ha influido en toda la doctrina eclesial y teológica y en el magisterio[1].

 

La devoción “al” Sagrado Corazón de Jesús en Occidente

Los testimonios más antiguos de esta devoción en Europa se encuentran en los escritos de tres santas del siglo XIII, dos místicas alemanas y una italiana, respectivamente Matilde de Hackeborn, Gertrudis de Helfta y Ángela de Foligno. Pero la fuente más destacada de la forma devocional al Sagrado Corazón, por la que se venera el corazón físico de Jesús como símbolo del amor divino sacrificado, la encontramos en santa Margarita María de Alacoque (1647-1690).

En una de las numerosas apariciones y visiones de Jesucristo que recibiera los primeros viernes desde 1673, siendo hija de la Orden de la Visitación de Santa María, concretamente en una de 1675 durante la octava del Corpus Christi, Jesús mostró a Margarita su corazón doliente y abierto, y señalándoselo con su mano le dijo: “He aquí el corazón que ha amado tanto a los hombres, que no se ha ahorrado nada, hasta extinguirse y consumarse para demostrarles su amor. Y en reconocimiento no recibo de la mayoría sino ingratitud”. Hizo lo que pudo Margarita por extender esta devoción; pero no obtuvo más que incomprensiones y rechazos al principio. Se la sometió entonces a la dirección espiritual del jesuita san Claudio de la Colombière, quien enseguida creyó en las revelaciones de la monja Margarita. Fue así como de la Colombière primero y la Orden de San Ignacio en bloque después se convirtieron en los propagadores mundiales por excelencia de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Los libros de los también jesuitas Juan Croisset y José de Gallifet pusieron la rúbrica de esta difusión.

Después, el padre Mateo Crawley-Boevey SS.CC. puso en marcha un movimiento de regeneración de las familias y de la sociedad a través de una cruzada moral, para lo que fundó la Obra de la Entronización del Sagrado Corazón en los Hogares, con repercusiones en todo el mundo cristiano. La entronización tenía por objeto conseguir el establecimiento del Reinado Social del Sagrado Corazón. Y, por último,  a mediados del siglo XX, san Pío de Pietrelcina (1887-1968) y el beato León Dehon (1843-1925) hicieron lo que pudieron por revivir la oración dirigida al Sagrado Corazón de Jesús.

León XIII, en su encíclica Annum Sacrum, de 25 de mayo de 1899, escribió que la Humanidad entera debía ser consagrada al Sagrado Corazón de Jesús, lo que solemnemente declaró el 11 de junio de aquel año. El impulso para esta consagración emanaba de la beata madre María del Divino Corazón Droste zü Vischering (1863-1899), quien le transmitía al Papa esa petición siguiendo los deseos del propio Cristo. Por su lado, Pío XII, en su encíclica Haurietis Aquas, desarrolla el culto al Sagrado Corazón, cuyas palabras  son citadas en el punto 478 del Catecismo de la Iglesia Católica como sigue: “Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), “es considerado como el principal indicador y símbolo… del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres””. En el rito romano reformado por Pablo VI, la celebración del Sagrado Corazón de Jesús tiene rango de solemnidad.

En España, Felipe V de Borbón (1683-1746) pide al Papa  Benedicto XIII, en 1727, “Misa y Oficio propio del Sagrado Corazón de Jesús para todos sus Reinos y Dominios”. La consagración pública de España al Sagrado Corazón fue hecha primero por el rey carlista Carlos VII de España (1848-1909) y después lo hará oficialmente el rey Alfonso XIII (1886-1941) en el Cerro de los Ángeles, centro geográfico de la Península Ibérica. Y ecos de este vigoroso movimiento se perciben aún en los numerosos recuerdos y vestigios de la colocación de imágenes metálicas del Sagrado Corazón en las puertas de los hogares españoles como símbolo, identidad y compromiso de la condición católica de los moradores de aquellas casas. Acaso porque hasta antaño habían llegado y se recordaban las revelaciones que en Valladolid recibiera, el 14 de mayo de 1733, el estudiante de teología Bernardo de Hoyos, en el colegio San Ambrosio de los jesuitas, mediante la aparición sobrenatural de Jesús para notificarle la promesa de que reinaría “en España, (y) con más veneración que en otras muchas partes”. Lamentablemente, esta promesa estaría también pasando a la historia de tantas otras cosas santas y sencillas de nuestra tierra.

 

Conclusión: hacia la unidad por el Corazón

Cada año las iglesias rezan una y otra vez por la maltrecha unidad de los cristianos, por volver a la unión de los orígenes, aquellos que se presentaban restañados y centrados en la figura de Cristo. Es algo, se dice, muy complicado de alcanzar. Pero es posible que un principio inspirado en la retórica clásica greco latina, pudiera todavía ser a este propósito eficaz. A esto me refiero: aunque entre los hombres no haya un pensamiento igual a otro y nuestros pensamientos nos dividan, aun cuando coincidamos en algo, no opera así el corazón, que es capaz de unir a personas dispares en una misma e idéntica acción, consiguiendo que personas con pensamientos distintos trabajen juntas en una misma y única dirección.

[1] Al respecto de todo este apartado y su materia de la oración “del” corazón, tan desarrollada en el oriente cristiano y demasiado desconocida en su occidente, puede consultarse nuestro libro Eremitas, Palmyra-La esfera de los libros, Madrid, 2007, pp. 528.

 

(Revista Prado Nuevo nº 11. Artículo)

Publicar un comentario