“Pocos hombres ha habido en el siglo XVIII que llevasen sobre sí tan fuertemente grabadas las señales del hombre providencial como este nuevo Elías, misionero del Espíritu Santo y de María. Su vida toda ha sido una manifestación… de la sublime locura de la Cruz”. Padre F.G. Fáber, sacerdote del Oratorio, autor de la primera traducción española (1862) del Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen.
La reciente visita a la Vendée del cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos y la homilía que allí pronunció con tanta elocuencia y firmeza son una ocasión muy apropiada para recordar al gran evangelizador de esa región de Francia, donde la Revolución sacrificó en una horrenda masacre a cerca de trescientos mil herederos de su gran obra misionera.
Se trata de San Luis María Grignon de Monfort (1673-1716), un santo cuya actualidad para la Iglesia estaría centrada en tres aspectos: la verdadera devoción mariana, invencible contra las persecuciones; la misión ininterrumpida, como fortaleza de los creyentes; y la misión como canto de alabanza y súplica.
La verdadera devoción mariana, invencible contra las persecuciones
Como todo verdadero apóstol de Cristo, Monfort fue víctima de una implacable y feroz persecución por parte de los jansenistas y ciertas autoridades eclesiásticas –se le llegó a prohibir la predicación y de hecho el ejercicio del ministerio sacerdotal–, a la que respondió con total entereza de fe, centrada en la propagación del culto al que llamaba esclavitud mariana como el camino ideal para alcanzar la salvación: llegar a Jesús en, con, por y para María; a Jesús por medio de María.
En sí misma, la devoción mariana no tenía ni tiene ahora nada de nuevo, pues abundan los cristianos (habría que decir también que algunos musulmanes, como los de Éfeso) que la conocen y practican desde los primeros tiempos de la Iglesia. Pero el llamado de Monfort en su época era apremiante y perentorio, como lo sigue siendo ahora; en su Tratado de la verdadera devoción a la Virgen María, cada vez más difundido hoy en día (obra que permaneció inédita hasta 1842, cuando un sacerdote de la congregación fundada por el santo, la Compañía de María, la encontró casualmente; había permanecido más de un siglo en el silencio de un cofre, como lo había pronosticado el mismo santo), explica por qué son pocos los que practican a conciencia y a fondo dicha esclavitud, exponiendo detalladamente las razones por las cuales un desposorio místico con la Virgen es la garantía más segura del triunfo sobre esas persecuciones y el mal que las genera: “Sí, pues, es cierto que el conocimiento y el reinado de Jesucristo en el mundo deben llegar, no lo es menos que sólo se realizará esto como consecuencia del conocimiento y del reinado de la Santísima Virgen, que es la que lo trajo la primera vez al mundo y quien lo hará triunfar en la segunda”.
Ante el creciente poderío del laicismo fanático, que parece enseñorearse por completo del mundo, ante una persecución encarnizada contra la verdad, Monfort responde con la radicalidad de una entrega total a María, la verdadera devoción a ella que es, al mismo tiempo, la verdadera devoción a su Hijo: “Todo tuyo, Señor, por María”. Totus tuus, el lema del pontificado de San Juan Pablo II, quizá el más mariano de la Historia, tomado directamente de las enseñanza monfortianas. La mujer vestida del sol del Apocalipsis, a quien se le ha dado poder para aplastar la cabeza de la serpiente, todo lo puede, porque es la omnipotencia suplicante; sube y baja, haciendo incansablemente y siempre el bien, como escribía San Alfonso María de Ligorio en Las glorias de María; cuanto más intenso es el vómito de fuego del mal contra María y la grey que la sigue, cuanto más abunde el pecado, más fuerte y segura es la sobreabundancia de gracias procedentes de la intervención de la Madre de Dios en la lucha espiritual.
Las profecías de Monfort se cumplieron y se siguen cumpliendo, aunque los sabios de este mundo no lo hayan entendido. ¿Qué significó de hecho la caída de la Unión Soviética y sus satélites vecinos sino un triunfo del Corazón Inmaculado de María, cuya intervención se dio precisamente a través de San Juan Pablo II? Quien esto escribe fue testigo de la prodigiosa influencia de dos de los nueve viajes de este Papa a su tierra natal, Polonia, en 1983 y 1987. Imperaba allí una sensación de frustración colectiva, de pesimismo y amargura, primer fruto anímico de la opresión comunista, que se asienta en el poder en virtud del terror, sino debido a causas físicas, a las psicológicas, aunque generalmente se dan los dos tipos de causas, al unísono. A una nación católica por tradición se le prohibía expresarse libremente, la escuela y la educación superior eran ateas por principio, al igual que los medios de comunicación y toda la propaganda oficial, como corresponde al marxismo-leninismo; no había elecciones libres, como no las hay en ningún país de regímenes semejantes; la comida estaba racionada, las medicinas escaseaban, la única opción de lograr crecer profesional e individualmente era la vinculación a un Partido Comunista absolutamente hegemónico y odiado por la mayoría de la población. La posibilidad de un cambio, con la aparición del primer sindicato no comunista reconocido dentro del bloque soviético, Solidaridad, en 1980, se había esfumado con la posterior declaración, dos años después, de la ilegalidad de éste y del estado de guerra (guerra contra la libertad y la democracia).
¿Qué sucedió durante esas peregrinaciones del Papa su patria? Uno percibía un cambio evidente del estado anímico de los polacos, un vigor espiritual de renovación que se propagaba por todas partes; por primera vez en muchos años hubo manifestaciones de protesta pacífica en las calles y los fieles rompían el acordonamiento policial para dirigirse a una misa papal; unos pronunciamientos enérgicos y claros del Papa sobre los derechos a la libertad y la justicia –ningún odio, ninguna violencia, ningún arma en manos de nadie, ningún llamado concreto a la acción política-, los que promulgan los comunistas y jamás cumplen, un recordatorio de los valores tradicionalmente católicos de la nación, unas invocaciones a María que emanaban de lo más hondo del corazón de multitudes anhelantes, y el cambio, poco a poco, se fue dando, hasta llegar a la caída definitiva del régimen en 1989. Una victoria de María por medio de Juan Pablo II, una victoria de la fe y del pensamiento monfortiano, que se extendió a todos los países de la cortina de hierro hasta hacer presa de su epicentro, la entonces Unión Soviética, que el Papa había consagrado al Corazón Inmaculado de María, como lo había pedido ella en Fátima.
El cardenal, también polaco, August Józef Hlond (1926-1948), en los comienzos del nefasto totalitarismo rojo, lo había anunciado en su lecho de muerte: “La victoria, si llega, llegará por María”. Su sucesor como arzobispo de Varsovia y Primado de Polonia, Stefan Wyszynski (1948-1981), que algún día muy seguramente será canonizado, no hizo sino repetirlo una y otra vez en una lucha heroica, que incluyó un cruento cautiverio, trasladando la esperanza de las victorias marianas al mundo entero cuando repartía estampas de Nuestra Señora de Czestochowa entre los demás cardenales participantes en el cónclave de 1978. Al parecer, fue él un primer candidato al papado, pero rechazó su postulación por la edad y por su ferviente patriotismo, gracias al cual no quería abandonar a su pueblo en la lucha espiritual contra el dragón rojo. Finalmente, como sabemos, el cónclave o, mejor, el Espíritu Santo, designó a Karol Woytila, arzobispo de Cracovia, la mano derecha de Wyszynski, Juan Pablo II, para realizar la profecía del poeta decimonónico Juliusz Slowacki (1809-1849): “Habrá un papa polaco”.
Un antecedente, entre muchos otros: la Batalla de Lepanto en 1571; la cristiandad derrota al Imperio Otomano, el fundamentalismo islámico de entonces, mientras cientos de creyentes rezan el Rosario, obedeciendo a la convocatoria del Papa San Pío V.
Otro antecedente: la Batalla de Viena en 1683; las tropas cristianas, al mando del rey polaco Juan Sobieski, vuelven a derrotar al Imperio Otomano, al que le faltaba muy poco para dominar en toda Europa; en los estandartes del ejército cristiano campea la imagen de la patrona de Polonia, María Santísima de Jasna Góra (se traduce como Claro Monte), venerada en el santuario de la ciudad de Czestochowa y en Kahlenberg, Viena, el escenario de la batalla.
Finalmente, otro antecedente digno de destacar: las oraciones tan profundamente marianas de Pío XII y San Pío de Pietrelcina, a la cabeza de tantos hombres de buena voluntad, logran poner fin al genocidio nazi de la Segunda Guerra Mundial, intención por la que se habían inmolado otros santos como Maximiliano Kolbe, el caballero de la Inmaculada, y Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), mártires de la Cruz al pie de la cual vela María.
Hoy el fundamentalismo islámico de Daesh, la amenaza totalitaria de la ideología de género, sembrada por la izquierda sucesora de la soviética, y las tiranías comunistas que aún sobreviven en el mundo (¿es éste el dragón rojo que se cura de sus heridas al que se refiere el Apocalipsis?), como las de China -qué engañados están quienes creen que allí han cambiado las cosas porque se permite un capitalismo de Estado-, Corea del Norte, Cuba y Venezuela, siguen vomitando fuego contra la Mujer vestida del sol y los creyentes fieles.
¿Qué recomendaría Monfort, cuando todo parece conspirar contra la esperanza, como en la Polonia comunista? En El secreto admirable del santísimo rosario escribía: “Esta vida es de guerra y tentaciones continuas. No tenemos que combatir a enemigos de carne y sangre, pero sí a las potencias mismas del infierno. ¡Qué mejores armas podemos tomar para combatirlos que la oración dominical que nuestro gran Capitán nos ha enseñado; la salutación angélica, que ha ahuyentado a los demonios, destruido el pecado y renovado el mundo; la meditación de la vida y de la pasión de Jesucristo, que son pensamientos que debemos tener habitualmente presentes, como manda San Pedro, para defendernos de los mismos enemigos que Él ha vencido y que nos atacan diariamente! ‘Desde que el demonio’, dice el cardenal Hugo, ‘fue vencido por la humildad y la pasión de Jesucristo, apenas puede atacar un alma que medita estos misterios, o si la ataca, es derrotado vergonzosamente’ (…) Pertrechaos, pues, con estas armas de Dios, con el santo Rosario, y quebrantaréis la cabeza del demonio y viviréis tranquilos contra todas sus tentaciones”.
Esto nos recuerda al obispo nigeriano que hace unos meses encontró en María la réplica justa a su angustia ante los desmanes sanguinarios de Boko Haram: Con el rosario los venceréis. Santo Domingo de Guzmán, el primero a quien se reveló el secreto, el Beato Alano de la Rosa, San Alfonso María de Ligorio, San Juan Bosco, San Alonso Rodríguez, el jesuita portero que tenía encallecidas las manos de tanto hacer presión con los dedos sobre sus camándulas (sus consejos estimularon la extraordinaria labor misionera de San Pedro Claver, el primer apóstol de los esclavos negros en el mundo), y tantos otros personajes de la Iglesia, lo refrendan con creces. Santo Rosario significa santo triunfo de la Cruz. Más que nunca conviene recordarlo en estos momentos tan críticos. Y esa obra de Monfort, lo mismo que el mencionado Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, en el que la oración del Rosario es la más enaltecida como la propia de la verdadera devoción, es tal vez la mejor introducción que se haya escrito nunca a esta clave de salvación porque, parafraseando a San Alfonso, del rezo asiduo del Rosario, en gracia de Dios, puede depender nuestra salvación.
En nuestros tiempos, así como se multiplican las artimañas del mal que, en términos de San Agustín, actúa cuando el hombre lo permite y le abre las puertas, así se multiplica tanto el número como la calidad de los exorcistas. Todo exorcista sabe, y lo proclama abiertamente, cuál es la importancia de la Virgen María en el proceso de ahuyentar las presencias malignas. Todo exorcista es un gran devoto de María. La verdadera devoción a ella, en la que tanto insistía Monfort, aplastará definitivamente toda insania infernal y todo el proyecto anticristiano, el del Nuevo Orden Mundial de la dictadura del relativismo.
Mucha atención a estas palabras del santo en su Tratado…, escritas bajo el subtítulo “Los apóstoles de los últimos tiempos”, un acápite de su inmensa obra mariana:
“Pero, ¿qué cosa serán estos servidores, esclavos e hijos de María? Serán fuego abrasador, ministros del Señor, que encenderán el fuego del amor divino por todas partes; serán sicut sagottae in manu potentis, flechas agudas en las manos de esta virgen poderosa para atravesar a sus enemigos.
»Serán los hijos de Leví muy purificados por el fuego de las grandes tribulaciones y muy unidos a Dios, los cuales llevarán el oro del amor en el corazón, el incienso de la oración en el espíritu y la mirra de la mortificación en el cuerpo, y por todas partes serán buen olor de Jesucristo a los pobres y a los pequeñuelos, mientras serán olor de muerte para los grandes, para los ricos y para los orgullosos mundanos.
»Serán tronadoras nubes que volarán por los aires al menor soplo del Espíritu Santo y que, sin apegarse en nada, ni asombrarse de nada ni inquietarse por cosa alguna, descargarán la lluvia de la palabra de Dios y de la vida eterna; tronarán contra el pecado, retumbarán contra el mundo, herirán al diablo y a los suyos y atravesarán de parte a parte, para la vida o para la muerte, con la espada de dos filos de la palabra de Dios, a todos aquellos a quienes serán enviados de parte del Altísimo.
»Serán los apóstoles verdaderos de los últimos tiempos, a quienes el Señor de las virtudes dará la palabra y la fuerza para obrar maravillas y obtener gloriosos trofeos sobre sus enemigos; dormirán sin oro ni plata, y lo que es más, sin cuidados en medio de los otros sacerdotes, eclesiásticos y clérigos, intermedios cleros, y, sin embargo, tendrán las alas plateadas de la paloma para ir con la pura intención de la gloria de Dios y de la salvación de las almas adonde los llame el Espíritu Santo, y no dejarán detrás de ellos, en los lugares donde prediquen, más que el oro de la caridad, que es el cumplimiento de toda ley”.
Resumiendo este primer aspecto de la actualidad de Monfort: No tengáis miedo, otra divisa de San Juan Pablo II que caló hasta los tuétanos de la espiritualidad de los creyentes, particularmente de los sometidos a la tiranía del dogma leninista, durante su pontificado. Las persecuciones a la Iglesia, el terrorismo, los fundamentalismos anticristianos, los relativismos, los colectivismos mentirosos y despóticos, la mentira masificada y aparentemente victoriosa, se vencen con el Rosario y la verdadera devoción a María, que con tanto énfasis abanderó San Luis María Grignon de Monfort, el santo evangelizador de La Vendée. Como lo señala el cardenal Sarah, la fe incorruptible de los vandeanos, afincada en las misiones de Monfort, católicos fieles enfrentados a la dictadura revolucionaria, que costó innumerables víctimas, llegó a ser en la posteridad una victoria. No pudo la Revolución destruir la Iglesia, como lo pretendían sus dirigentes.
No podrá tampoco la gigantesca ofensiva anticristiana que padecemos lograr otro tanto porque, en palabras de San Bernardo, el más citado por Monfort en su Tratado…, María, la estrella del mar, lo impedirá con el ímpetu del Espíritu Santo: “Con todas las fuerzas (..) de nuestro corazón, con nuestros más vivos sentimientos y anhelos, veneremos a María, porque es voluntad del Señor que todo lo recibamos por María. Sí, es voluntad suya, pero en favor nuestro. Con su solicitud constante y universal hacia los miserables consuela nuestro temor, aviva nuestra fe, fortalece nuestra esperanza, disipa nuestra desconfianza. Cuando temías acercarte al Padre y, aterrado con sólo oír su voz, te escondías entre el follaje, Él te dio a Jesús por mediador. ¿Qué no conseguirá tal Hijo de tal Padre? Le escuchará siempre por su gran respeto: el Padre ama al Hijo, pero ¿recelas acaso acercarte a Él? Es tu hermano, y tan humano como tú; tiene experiencia de todo, a excepción del pecado, para ser compasivo. Este hermano te lo dio María”.
La misión ininterrumpida es la fortaleza de los creyentes
La principal actividad de Monfort como sacerdote fueron las misiones. No viajó a otros países, no salió de Francia para conducirlas. Le bastaba con saber que en su propio país era necesario misionar, llevar la Palabra y los sacramentos a quienes los desconocían, no los ponían por obra o los habían abandonado. Todo creyente-practicante sabe que la esencia de la Iglesia es misionera, pero no sobraría reiterar que si la Iglesia ha crecido en los últimos tiempos en países de Asia y África (también en la Suecia laicista y en la Rusia poscomunista) se debe fundamentalmente a las misiones. Y, por supuesto, verdad de a puño es que el cristianismo siempre, desde los tiempos de Pedro, Pablo y los demás apóstoles, se ha iniciado en los más diversos países gracias a las misiones. Monfort daba a entender que Cristo mismo, en sus recorridos por Galilea, Samaria, Sidón, Tiro y Judea, era el misionero por excelencia. En todas partes dejaba el grano de trigo muerto que florecía, a todas esas comarcas llevaba la llama de la fe y la verdad.
Las misiones de Monfort continuaban las que habían desarrollado en el siglo XVI el cardenal Berulle y los sacerdotes de su Oratorio, cuya expresión más destacada estuvo representada luego por San Juan Eudes. Consistían en varios días de predicación, oración-sobresalía desde luego el Rosario-, confesiones, catequesis, misas con encendidas homilías que hicieron célebre al santo, procesiones y cánticos, nada distinto a lo que son las misiones en general, en una determinado población. De allí los fieles se trasladaban en procesión a otra, donde se seguía el mismo orden del día, integrándose así los habitantes de un lugar con los del otro, en fusión de universalidad eclesial. En los montes y colinas por donde pasaban los grupos de fieles en sus procesiones, dejaban instaladas cruces en memoria de su convivencia y propósitos de conversión, testimonios vivos de las gracias del Crucificado obtenidas en la misión. Ningún poblado ni comarca vecina quedaba excluida de la acción misionera. Ningún laico comprometido en una temporada misional dejaba de trasladarse de su pueblo a los otros comprendidos en la zona misional monfortiana.
Francia parecía muy católica en la época del santo, pero en las misiones se comprobaba que no lo era tanto. Gracias a ellas se reavivaba la fe, se reafirmaba en gran escala, porque así era Monfort, como lo son todos los santos: todo lo hacen en grande porque, como es Dios quien actúa por su intermedio, nada hay para ellos pequeño o imposible.
¿No puede ser este un modelo de misión cristiana y mariana paras países que hoy han decaído en su fe, en sus vocaciones y convicciones? San Juan Pablo II, un Papa integralmente misionero, hizo sus casi incontables viajes a la manera de las misiones monfortianas: Totus tuus. Todo tuyo, María, todo tuyo, Jesús, todo en todos; hasta los límites del cielo, si existen, alcanza el pregón del sol, que es Cristo. El Papa Francisco sigue peregrinando del mismo modo. Los misioneros son una fuerza en la Iglesia que nunca se apaga, ni se apagará. Los hay en los lugares más apartados y más reacios a la proclamación de la fe, como lo sabemos por las experiencias presentes de Irak y Siria. Monfort, el santo de La Vendée, encontraba la fortaleza y la piedad necesarias para misionar en la verdadera devoción a María y en el secreto admirable del santísimo Rosario. También en el canto.
La misión es canto de alabanza y súplica
Una característica inconfundible de las misiones encabezadas por San Luis María Grignon de Monfort, como de las de San Francisco Javier en Oriente y San Felipe Neri nada menos que en la misma Roma, era el canto constante de himnos entonados por él y los fieles, en cuya composición él mismo participaba. Dotado literaria y musicalmente, el santo profeta de María, ante cuyo verbo resulta prácticamente imposible no rendirse, por la fogosidad y convicción del mismo, llevó a cabo una actividad misionera de una eficacia tan singular como la que pudo comprobar la Guardia Nacional enviada por los revolucionarios del terror para reprimir el levantamiento de La Vendée –la valentía de estas gentes, nietos y biznietos de quienes habían escuchado las predicaciones de Monfort, gentes que se alzaron para defender la fe y la independencia de pensamiento de sus sacerdotes, es recordada hasta ahora en Francia como una de las máximos pruebas de coraje y nobleza militar, de lo cual queda constancia, por ejemplo, en varias novelas de Balzac-. A esa eficacia no eran en absoluto ajenas las melodías y armonías.
El propio santo suministraba a sus oyentes la materia prima musical que debía fertilizar sus almas y corazones en una renovación espiritual como la testificada por San Agustín en sus Confesiones: “¡Cuanto lloré con tus himnos y cánticos, conmovido intensamente por las voces de tu Iglesia que resonaban dulcemente! A medida que aquellas voces se infiltraban en mis oídos, la verdad se iba haciendo más clara en mi interior y me sentía inflamado en sentimientos de piedad, y corrían las lágrimas, que me hacían mucho bien”.
En la Iglesia Católica y las confesiones cristianas de los hermanos separados (aquellas en las que realmente hay una teología y una música dignas de consideración, sin gato encerrado), siguiendo las antiguas tradiciones judías y griegas -aunque no se quiera reconocer por mala fe o se ignore-, están los cimientos consolidados de la gran música de Occidente y, por qué no decirlo, del mundo. Sin los papas, prelados, monjes y santos que promovieron tan insistentemente en su momento la música, apoyando a compositores e intérpretes, fomentando las colecciones y los archivos, organizando conciertos y haciendo acompañar las misas por excelsas composiciones (se podrían citar como pilares a San Efrén, San Basilio, San Ambrosio, San Gregorio Magno, el papa Pío II, eximio humanista del Renacimiento, pero la lista es más larga), poco o nada tendríamos seriamente de música. Así ha sido desde los cantos ambrosiano y gregoriano, pasando por los esplendores del barroco y el clasicismo vienés, hasta los mismísimos siglo XX y XXI, en los que la grandeza de composiciones religiosas como las corales de Igor Stravinsky, las también corales y organísticas de Olivier Messiaen, y las tan espirituales de nuestro contemporáneo Arvo Pärt ha encontrado tantas veces albergue en las iglesias. Sin los antecedentes religiosos, la Humanidad no habría dispuesto de las bases para la cultura musical profana; entiéndase por profano, en este caso, una música que, si bien no proviene directamente de fuentes litúrgicas, de ningún modo es anticristiana, ¿o es que lo son los cuartetos y sonatas de Beethoven?
En ese sentido, Monfort siguió los pasos de sus antecesores en la música y el canto, enriqueciendo el acervo melódico de la Iglesia con un canto popular sin demasiadas pretensiones intelectuales, pero enormemente inspirador y ungido por los ángeles que cantan en los coros celestiales. Por lo demás, María Santísima, a quien tanto amaba, es una figura central en la historia de la música como tema; así lo acreditan centenares de obras apoyadas en textos litúrgicos y devocionales –Ave María, Stabat Mater, Salve Regina, etc.- que nos ha legado toda una serie de maestros, algunos de los cuales ni siquiera fueron creyentes.
Monfort hizo entonces una aportación considerable al patrimonio musical de la Iglesia, aunque de ella sólo nos queden ante todo los textos de sus himnos y cánticos. Crucial aportación ésta para tener en cuenta especialmente ahora, cuando una macabra alianza (terrorismo islámico, ideología de género, poderosos dinosaurios comunistas, totalitarismo relativista y capitalista) nos ofrece para el futuro, entre otras, la posibilidad de la muerte de la mejor música. Nada tendría de raro que a Europa le espere de nuevo no sólo la quema de iglesias y destrucción de imágenes religiosas cristianas, ya en ciernes, sino la de salas de concierto y la liquidación agresiva de festivales musicales y orquestas. Los musulmanes terroristas, como los de Daesh, odian la música y, como lo afirmaba el recientemente fallecido director de orquesta Nicolás Harnoncourt, quien envidiaba la cultura musical de los feligreses congregados en los templos de los siglos XVII y XVIII, los dirigentes políticos del hemisferio occidental, tan engolosinados por todo lo que sea transgénero y anticristiano, en todo piensan menos en la música y la cultura:
“Yo no veo nubes grises sino negras. En la actualidad no se entiende ya la importancia realmente básica del arte para el ser humano. El arte no da votos, y por esta razón ningún responsable lo toma como un asunto realmente importante” (Diálogos sobre Mozart).
Ante esto, vale la pena remitirse igualmente a un célebre parlamento de Shakespeare:
“El hombre que no tiene música en sí ni se emociona con la armonía de los dulces sonidos es apto para las traiciones, las estratagemas y las malignidades; los movimientos de su alma son sordos como la noche, y sus sentimientos tenebrosos como el Erebo. No os fiéis jamás de un hombre así. Escuchad la música” (El mercader de Venecia).
Momento propicio para recordar asimismo a Hildegarda de Bingen, la abadesa medieval benedictina virgen, sabia, científica y compositora. La música, según ella:
“anuncia la divinidad, y anuncia que el Verbo anuncia la humanidad del hijo de Dios (…). La humanidad del hombre adquiere una gran fuerza al cantar en voz alta, pues la sinfonía estimula a las almas somnolientas y hace que se mantengan alerta (…) la sinfonía enternece los corazones duros, y les aporta un sabor de dulzura, y llama sobre ellos al Espíritu Santo (…) los címbalos, cuando se tocan con verdadera alegría, producen un excelente sonido, y (…) los hombres que yacen postrados por sus faltas, cuando son llamados por la inspiración divina hacia la altura suprema, se alzan dichosos de esos bajos fondos” (Libro de las obras divinas).
En el infierno, si algo falta, es la música, según Hildegarda; el paraíso es una gloria eterna musical, allí se canta sin cesar; el hombre, al perderlo, pierde la música eterna y, en su afán de recuperarla en la tierra, canta, interpreta y escucha música, suspirando por la resurrección musical. Hermosa visión de la benedictina que surgió en una época hoy tan vilipendiada.
¿Pero es que se trata únicamente de la música? ¿Qué valor tienen la literatura y la cultura derivadas del cristianismo para ese consorcio de la muerte? ¿Habrá que destruirlas a como dé lugar? ¿Serán parte de las armas con las que el presunto politeísmo de los cruzados, en una sociedad cada vez más descristianizada, ha oprimido horrendamente a unos pobres asesinos terroristas, financiados por ricos estados petroleros como Arabia Saudita y Qatar? ¿Serán culpables Beethoven de conservadurismo y espíritu discriminatorio por exaltar el amor conyugal, es decir, el que siente una mujer por su esposo, en Fidelio, o Händel por glorificar la lucha bíblica de un pueblo contra un opresor que pretendía acabar con la libertad religiosa del pueblo judío en Judas Macabeo?
No nos digamos mentiras. El proyecto anticristiano es antimusical, descansa sobre la mediocridad, la insensibilidad y la ignorancia.
Para finalizar, la letra de uno de los himnos escritos por San Luis María Grignon de Monfort. Se titula La Cruz:
¡Viva Jesús, viva su cruz,
Viva su caridad suprema!
Este salvador, muriendo sobre este madero,
Muestra a qué exceso llega su amor.
Cristianos, cantemos en alta voz:
¡Viva Jesús, viva su cruz!
¡Viva esta divina cruz!
En Jesús ella es adorable:
Muy lejos de ser como antaño
Desdeñada por todos los humanos.
Cristianos, cantemos…
Viva esta divina cruz!
Este gran Dios, habiéndola abrazado,
Ha sabido hacer una tan bella elección,
Que Él mismo ha derramado en ella su sangre.
Cristianos, cantemos…
¡Viva esta divina cruz!
Es el cetro del Rey de la gloria:
Él reina, Él triunfa en este madero,
Es el estandarte de la victoria.
Cristianos, cantemos…
¡Viva esta divina cruz!
Es el instrumento de sus milagros,
Es el intérprete de su voz;
Es el púlpito de sus oráculos.
Cristianos, cantemos…
¡Viva esta divina cruz!
Ella es mi única esperanza,
Porque deberá ser con su peso
Como se pesará mi recompensa.
Cristianos, cantemos…
Triunfa pues, divina cruz,
Y que por todas partes seas enarbolada:
Que sólo Jesús, sobre tu madero,
Sea el objeto que en ti se adore.
Cristianos, cantemos…
Oh, buen Jesús, oh, buena cruz,
Oh, fuente! Oh, canal de la gracia!
Mi feliz suerte, mi digna elección,
Yo te adoro y te abrazo.
Cristianos, cantemos en alta voz:
Viva Jesús, viva su cruz.
Fuente: Cari Filii
Descargar “Tratado de la verdadera devoción a la Virgen María” de San Luis María Grignion de Montfort