Jamás lo olvidaré
En la sección dedicada a la “Historia de las Apariciones” se nos narra lo sucedido el 15 de noviembre de 1980, cuando Jesús crucificado se manifestó a Luz Amparo y le hizo partícipe de su crucifixión durante unos instantes. Porque así lo dispuso la Divina Providencia, aquel día se encontraba presente Beatriz, que entonces era una niña. Ella misma, ahora consagrada como Hermana Reparadora, nos cuenta su experiencia en primera persona, tal como la vivió en aquellos trascendentales momentos, que cambiarían su vida y la de otros muchos para siempre…
Para mí, ese momento fue muy especial; viví una experiencia que jamás olvidaré y de enorme importancia para mi vida… Aquel acontecimiento, el 15 de noviembre de 1980, cambió para siempre nuestras vidas: la mía, la de mi familia y la de tantas almas como conocieron desde entonces a Luz Amparo.
En mi corazón siempre ha permanecido viva aquella extraordinaria experiencia. Fue mi primer encuentro y el más vivo con Dios, que se manifestó entonces en Luz Amparo, porque en ella vi las llagas de Cristo, que fue lo primero que contemplaron mis ojos en aquel instante… De algún modo —como a ella—, a mí me pidió también un “sí” a su Amor, que se reflejaría nueve años después, escuchando su llamada para seguirle como Reparadora, entregándole mi juventud en la Obra de la Virgen de los Dolores, donde espero ser fiel hasta el final.
Una historia de amor y dolor
Entonces, a pesar de mi corta edad y mi pequeño entender, el Señor me fue mostrando, a través de Luz Amparo, una historia de amor y dolor, un ejemplo de renuncia, sencillez, humildad, donación, entrega y profunda oración.
El hecho del que fui testigo ocurrió —dentro de su trascendencia— con toda sencillez y naturalidad. No hubo preguntas, sucedió de ese modo, porque Dios así lo quiso; en ningún momento, sentí miedo… Podemos decir que el Señor empezó así a establecer los cimientos de su Obra, en ese preciso momento en que Amparo dio su “sí” a Dios sin reservas, firmando un cheque en blanco, que comportaba la aceptación de todo lo que Él la pediría el resto de su vida, que no fue ni mucho menos un camino de rosas… Ese “sí” encerraba desprecios, humillaciones, sufrimientos morales y espirituales, incomprensiones, sacrificios…, hasta llevarla a derramar la última gota de su sangre y el último hálito de vida, para salvar almas y realizar los designios de Dios, reparando las ofensas que se cometen diariamente contra los Corazones de Jesús y María.
A partir de entonces, ella me fue enseñando —con su sencillez, su ejemplo y su amor a los demás— a darlo todo sin esperar nada a cambio, a sentir que la vida sólo es vida y tiene sentido si es para Dios, porque de Él hemos salido, y ése tiene que ser nuestro fin: volver a Él. Merece la pena luchar por muchas que sean las dificultades; ella me decía: “Sonríe ante todas las pruebas de la vida, por muy duras que sean. Al Señor le gusta que mueras cada día con la sonrisa en los labios; quiere que des un sí a todo lo que te pida, y cerrar detrás de ti las puertas de la felicidad. Todo ofréceselo al Amor, que es Cristo. No dejes lo pequeño por poco, ni temas lo grande por mucho. Que cada actuación de tu vida sea como si fuese la última, que abras de par en par las puertas de tu corazón a los demás”.
Todo esto y mucho más nos lo enseñó Luz Amparo con sus palabras y ejemplo, a todos en general y a cada uno en particular; ella sembró la semilla en cada corazón, y nosotros tenemos que dejarla crecer. Al final, lo que importa es lo que hay después: gozar del Amor de Dios, del encuentro con la Santísima Virgen y nuestros seres queridos, que nos esperan en el Cielo.
Cumpliendo la voluntad de Dios soy feliz
¡Qué importante es que cada uno acepte y cumpla con la vocación que ha recibido y en el estado que sea! A mí el Señor me llamó a una vocación consagrada, y sólo cumpliendo su voluntad puedo ser feliz, viviendo una vida sencilla, entregada a los necesitados, a los mayores, que Dios pone en nuestras manos, recordando cada día lo que Luz Amparo nos ha enseñado: darles amor, alegrarles a ellos que sufren, que tienen las heridas del tiempo, y ayudarles a bien morir.
Las Hermanas Reparadoras intentamos cumplir todo lo que Dios nos ha pedido a través del instrumento, y mantener viva la llama que ella prendió en nosotras, con aquella primera ilusión con que empezamos a vivir esta vida, intentando ser todos una gran familia, amándonos como Dios nos lo pide, procurando convivir aquí en la Tierra, con nuestras miserias y defectos, para un día poder estar en el Cielo.
Tenemos un ejemplo vivo que ha caminado, gracias a Dios, a nuestro lado; pisemos por las huellas que ella ha pisado, “desgastándonos sin cansarnos”, como solía decirnos, para ser fieles hasta el final y conseguir la meta. ¡Gracias, Señor, por todo lo que me has dado en mi vida!
(Revista Prado Nuevo nº 9. Testimonios)