CAPÍTULO XIV
Apenas llegó Jeús al monte Calvario, fatigado y agotado de fuerzas, le dan a beber vino mezclado con hiel, brebaje que solian dar a los condenados a la muerte de cruz para mitigarles lo acerbo del dolor; mas Jesús, que deseaba morir privado de todo alivio, apenas lo gustó y no lo quiso beber. Luego se formó un circulo de gente en torno de Jesús, y los soldados arrancaron con gran violencia del vestidos, pegados a las llagas de su lacerado cuerpo; al arrancárselos se llevaron consigo pedazos de carne. Después lo arrojaron sobre la cruz, y Jesús extendió sus manos sagradas y ofreció al Eterno Padre el gran sacrificio de su vida, y le rogó que lo aceptase por nuestra salvación.
Los verdugos toman los martillos y los clavo, y traspasando con ellos los pies y las manos de nuestro Redentor, lo clavan en la cruz. El ruido de los martillazos se extiende por todo el monte y llega hasta herir los oídos de María, que había llegado al Calvario en pos de su Hijo. ¡Oh sagradas manos, que a vuestro contacto sanaron tantos enfermos, ¿por qué ahora os clavan en esa cruz? ¡Oh pies benditos, que anduvieron tantos caminos para ir en pos de la oveja descarriada!, ¿por qué ahora os traspasan con tanto dolor?Cuando en el cuerpo humano se hiere un nervio, es tan agudo el dolor, que causa tormentos y agonias de muerte; ¿quién podrá, por consiguiente, declarar el dolor que experimentó Jesucristo cuando le traspasaron con clavos las manos y los pies, miembros del cuerpo humano tan llenos de huesos y de nervios?
¡Dulcisimo Salvador mío!, ¡cuánto os costó mi salvación y el deseo de ganar el corazón de un gusano de tierra como es el hombre! Y después de tanto padecer, os he negado sin cuento de veces mi amor y os he vilmente menospreciado.
Levantan la cruz en alto con el Crucificado, luego lo dejan caer de golpe en el agujero abierto en la tierra, y la sujetan con piedras y cuñas de madera.Jesús queda suspendido en ella, hasta perder la vida, en medio de dos ladrones, como dice San Juan: Le crucificaron, y con el a otros dos, uno a cada lado, quedando Jesús en medio[1].
De esta suerte cumplió la profecía de Isaías, que dice: Y fue contando entre los malvados[2]. Sobre lo alto de la cruz fijaron un letrero en el cual se leían estas palabras: Jesús Nazareno, Rey de los judíos. Querían los judíos que se enmendase la inscripción; mas Pilato no lo consintio, porque era voluntad de Dios que todo el mundo supiera que los judíos habían dado muerte a su verdadero Rey y Mesías, por el cual hacía tanto tiempo que suspiraban.
Jesús clavado en la cruz es la gran prueba del amor de un Dios; de este modo se presenta pór ultima vez a los ojos del mundo el Verbo encarnado.La primera vez apareció en un pesebre; esta otra en lo alto de una cruz, y ambas nos declaran admirablemente el amor y la infinita caridad que profesa al hombre. Meditando un dia San Francisco de paula el amor que Jesucristo nos manifestó en su Pasión, cayó en dulce éxcasis, y, levantando sobre el nivel del suelo, exclamó hasta por tres veces en alta voz:«¡Oh Dios caridad!, ¡oh Dios caridad!, ¡oh Dios caridad!»[3]. Con esto quiso el Señor darnos a entender que jamás llegaremos a comprender el amor infinito que nos ha manifestado jesucristo queriendo padecer y morir por nosotros.
Alma mía, acércate a esa cruz con profunda humildad y afectuosa confianza; besa este altar donde muere tu amantísimo Salvador; ponte debajo de sus pies de manera que su sangre divina descienda sobre ti, y pide al Eterno padre, pero en otro sentido del que lo hacian los judíos, que caiga su sangre sobre nosotros. Señor, descienda sobre nosotros esta sangre preciosa y nos lave de nuestros pecados. La sangre de Cristo no clama venganza, como pedía la de Abel, sino que pide perdón y misericordia. A este género de esperanza nos convida el Apóstol cuando dice: Os habéis acercado a Jesús, mediador de la nueva alianza,y a la aspersión de aquella su sangre, que habla mejor que la de Abel[4].
¡Dios mío!, ¡qué suplicios tan atroces padece en la cruz nuestro moribundo Salvador! Todos sus miembros padecen dolor incomparable, y el uno no puede socorrer al otro, por tener clavados los pies y las manos. A cada momento sufre dolores mortales; de manera que bien puede decirse que en aquellas tres horas de agonía sufrió Jesús tantas muertes cuantos fueron los momentos en que estuvo clavado en cruz. En aquel lecho de dolor no halló nuestro afligido Salvado ni en un momento de alivio ni descanso; unas veces se apoyaba sobre los pies, otras sobre las manos, pero dondequiera que se apoyara aumentaba el dolor, En una palabra, aquel sacrosanto cuerpo estaba pendiente de sus mismas llagas, de suerte que las manos y los pies traspasados debían soportar el peso de todo su cuerpo.
¡Amadísimo Redentor mío!, si os miro por de fuera, no veo más que sangre y llagas; si observo vuestro interior, veo vuestro corazón afligido y desconsolado. Sobre vuestra cruz leo una inscripción que os proclama Rey, ¿pero qué señales dais de vuestra realeza? Yo no veo más trono que este de ignominia en que agonizáis; no veo más púrpura que vuestra carne lacerada y ensangrentada; no veo más corona que este haz de espinas, que tan cruelmente os atormenta. Todo esto os está proclamando que sois Rey, más no de majestad, sino de amor, la cruz, y la sangre, y los clavos, y la corona son otra tantas insignias de amor.
Por eso Jesucristo, desde la cruz, no tanto pide nuestra compasión como reclama nuestro amor, y si desea que nos compadezcamos de Él, es para que por la compasión lleguemos al amor. Por su infinita bondad tiene derecho a nuestro amor; mas ahora quiere que le amemos, a lo menos, por compasión.¡Oh Jesús mío!, razón teniais para decir, antes de que llegara el tiempo de vuestra Pasión: Cuando yo fuere levantado en alto de la tierra, todo lo atraeré a mí[5]. ¡Qué Inflamadas saetas lanzáis sobre nuestros corazones desde ese trono de amor! ¡Cuántas almas habéis arrancado de las fauces del infierno: para atraerlas hacia Vos desde la Cruz! Con razón, Señor, me atreveré a decir que os han puesto en la cruz entre dos ladrones por que con vuestro amor habéis arrancado a Lucifer tantas almas que, a causa de los pecados de ellas, le pertenecían por derecho de justicia: en el número de estas dichosas almas quisiera yo contarme. ¡Oh llagas de mi Jesús!, hogueras inmensas de amor, recibidme en vuestras aberturas, para que, en lugar de arder en el fuego del infierno, que tengo merecido, me Inflame en la hoguera Infinita del amor de Dios, que acabado de tormentos ha querido morir por mí.
Los verdugos, después de haber crucificado a Jesús, sortearon sus vestidos, como lo había predicho David: Se repartieron mis vestiduras y echaron a suertes sobre mi túnica[6]. Y luego se sentaron no lejos de la cruz, aguardando su muerte. Alma mía, siéntate tú también al pie de la cruz y descansa en los azares de la vida a su sombra bienhechora, a fin de que puedas decir con la Esposa de los Cantares: Sentéme a la sombra de aquel que tanto he deseado[7]. ¡Oh, qué tranquilidad y reposo hallan las almas amantes de Dios al lado de Jesús crucificado, cuando se ven acosadas por los cuidados del mundo, por las tentaciones del Infierno y los rigores de la divina justicia!
Estando Jesús para expirar, con el cuerpo destrozado y con el corazón cubierto de mortal tristeza, buscaba quien le consolase. Pero, Redentor mío, no hay quien os consuele; ¿habrá por lo menos, quien se compadezca de Vos y una sus lágrimas a vuestra mortal agonía? Veo todo lo contrario: unos os injurian, otros os escarnecen y os blasfeman: Si eres el Hijo de Dios, os dicen unos, baja de la cruz[8]. ¡Bah!, tu que destruyes el templo de Dios, exclaman otros, sálvate a ti mismo. Y no faltó quien os echara en el rostro que a otros habíais salvado y no podíais a Vos mismo salvaros. ¿Qué ajusticiado se ha visto jamás cargado de tantas injurias y denuestos al estar muriendo en el patíbulo?
[1] Jn 19,18
[2] Is 53,12
[3] Isidoro Toscano de Paula, Vida, Venecia 1691, 1. IV, cap. III
[4] Hb 12, 24
[5] Jn, 12, 32
[6] Sal 21, 19
[7] Ct 2, 3
[8] Mt 27, 40
[9] Dt 21, 23
[10] Jr 11,19
(Texto de San Alfonso María de Ligorio sobre la Pasión del Señor)