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Jesús lleva la cruz hasta el Calvario (S. Alfonso María de Ligorio)

 

CAPÍTULO XIII

Publicada ya la sentencia de condenación, de en medio de aquel pueblo vendido a la maldad se levanta un grito de júbilo: ¡Bravo!, ¡bien!, exclaman; ya hemos logrado que muera Jesús; pronto, pronto, que no hay tiempo que perder; venga la cruz, que muera hoy en ella, porque mañana es la gran solemnidad de la Pascua. Por eso se arrojaron luego sobre Él, le quitaron el manto de escarlata y, habiéndole puesto sus propios vestidos, lo sacaron a crucificar[1]. Obraron así, dice San Ambrosio, para que el pueblo conociese, a lo menos por sus vestiduras, a aquel impostor, que así le llamaban, recibido pocos días antes como verdadero Mesías. Tomaron luego dos toscos maderos, formaron con ellos la cruz, y con gran insolencia se la obligaron a llevar en hombros hasta el lugar del suplicio. ¿Puede darse, Dios mío, mayor barbarie? ¡Cargar tan enorme peso sobre un hombre tan debilitado ya por tantos géneros de tormentos!

Jesús se abrazó amoroso con el instrumento del suplicio, y llevando Él mismo a cuestas su cruz, fue andando hacia el lugar llamado Calvario[2]. Los ministros de justicia salen con los reos, entre los cuales camina nuestro adorable Salvador cargado con el altar sobre el cual va a sacrificar su vida. Con razón observa un devoto autor que en la Pasión de Jesucristo todo fue un exceso y un prodigio, como lo llamaron Moisés y Elías conversando en el Tabor. En efecto, ¿quién hubiera jamás imaginado que la vista de Jesús cubierto de llagas no hiciese más que acosar la rabia de los judíos y aumentar el deseo que tenían de verlo crucificado? ¿Qué tirano obligó jamás al reo con las fuerzas perdidas ya en anteriores tormentos, a llevar sobre sus hombros el patíbulo donde debía morir? Horror y espanto causa el pensar el cúmulo de ultrajes y escarnios que hicieron padecer a Jesucristo en las pocas horas que mediaron entre la prisión y la muerte; unos a otros se sucedían sin interrupción; ataduras, bofetadas, esputos, burlas, azotes, espinas, clavos, agonía y muerte. Todos, en suma, judíos y gentiles, sacerdotes y seglares, se pusieron de acuerdo para convertir a Jesús como lo había predicho Isaías en varón de dolores y de ignominias. Verdad es que el juez reconoció la inocencia de su Víctima; mas esta declaración sólo sirvió para acumular vituperios y ultrajes sobre el Salvador, porque si desde un principio Pilato lo hubiera condenado a muerte, Jesús no hubiera sido pospuesto a Barrabás, ni tratado como un loco, ni hubiera sufrido el tormento de la flagelación y de la coronación de espinas.

Mas tomemos a considerar el espectáculo admirable que nos da el Hijo de Dios, que va a morir por los mismos que le conducen al suplicio. Aquí se cumplió aquella profecía de Jeremías que dice: Soy como inocente cordero que es conducido al matadero[3]. ¡Oh ingrata ciudad de Jerusalén!, ¿con tan gran desacato arrojas de tu seno a tu Redentor después de tantos beneficios como te ha otorgado? De esta suerte se conduce el alma que después de haber sido favorecida de Dios con muchas caricias y regalos le ofende y le arroja de su corazón por el pecado.

El estado de Jesús caminando hacia el Calvario excitaba tanta compasión, que seguíale gran muchedumbre de pueblo y de mujeres, las cuales se deshacían en llanto y le plañían[4], al ver la crueldad con que le trataban. Mas Jesús, vuelto a ellas, les dijo: No lloréis por mí, llorad por vosotras mismas, y por vuestros hijos … Porque si al árbol verde lo tratan de esta manera, en el seco, ¿que se hará?[5]. Con estas palabras quiso darnos a entender el gran castigo que merecen nuestros pecados; porque si Él, siendo inocente e Hijo de Dios, sólo por haberse ofrecido a satisfacer por nuestras culpas, es tratado con tanto rigor, ¿qué género de castigos no deberán sufrir los hombres por sus propios pecados?

Mira, alma mía a Jesucristo cómo va andando con paso vacilante, con la cabeza coronada de espinas, con el pesado madero sobre los hombros y rodeado de enemigos que le colman de injurias y denuestos. Su cuerpo adorable está desgarrado por los azotes, de suerte que a cada paso que da se le renueva el dolor de todas sus heridas. La cruz le atormenta antes de tiempo, pues además de oprimir el peso sus llagadas espaldas, sirve como de martillo que introduce en su cabeza las espinas de la bárbara corona. ¡Cuántos dolores a cada paso que da!; pero Jesús no abandona la carga, porque quiere reinar por medio de la cruz en los corazones de los hombres, como predijo Isaías: Jesús lleva sobre sus hombros la divisa de Rey[6]

¡Ah, Jesús mío!, qué grandes sentimientos de amor alimentáis en vuestro corazón mientras camináis hacia el Calvario, donde vais a consumar el gran sacrificio de vuestra vida!

Alma mía, abraza también tu cruz por amor de Jesucristo, que tanto padece por tu amor. Mira cómo va delante de ti llevando su cruz e invitándote a llevar la tuya. Si alguno quiere venir en pos de mi, dice por San Mateo, que tome su cruz y me siga[7]

Sí, Jesús mío, no quiero dejaros caminar solo; quiero ir en vuestro seguimiento hasta la muerte; por los méritos de este doloroso viaje, dadme fuerza para llevar con paciencia las cruces que me enviéis, que harto amables nos habéis hecho los dolores y los desprecios abrazándolos por nosotros con tanto amor.

Al salir de la ciudad, dice San Mateo, encontraron a un hombre natural de Cirene, llamado Simón, al cual obligaron a que cargase con la cruz de Jesús[8]. ¿Fue tal vez un sentimiento de compasión lo que movió a los verdugos a descargar a Jesús del peso de la cruz para echarla en hombros del Cirineo? No, a buen seguro; fue el odio, fue refinada malicia de los judíos, pues viendo que a cada paso que daba Jesús estaba para exhalar el postrer suspiro, temieron que rindiese el alma antes de llegar al Calvario. Todo su afán era que muriese clavado en la cruz, a fin de que su memoria quedase para siempre mancillada, puesto que morir crucificado era una afrenta a los ojos de todo el mundo, según aquello de San Pablo: Maldito todo el que pende de la cruz[9]. Por eso cuando a Pilato pedían la muerte de Jesús, no se contentaban con decir: Mátale, quítale la vida, sino que gritaban: Crucifícale, crucifícale, a fin de que su nombre quedase envuelto en tan grande infamia que no hubiese en el mundo quien se atraviese a tomarlo en sus labios, como profetizó Jeremías: Exterminémosle de la tierra de los vivientes, y no quede ya más memoria de su nombre[10].

Le descargaron, pues, la cruz, para que llegase vivo al Calvario y tuviesen la satisfacción de verlo muerto, crucificado y deshonrado.

¡Oh Jesús mío despreciado! Vos sois mi esperanza y todo mi amor.

[1] Mt 27,31

[2] Jn 19,17

[3] ]r 11, 19

[4] Lc 23, 27

[5] Ibid., 31

[6] Is 9, 6

[7] Mt 16, 24

[8] Mt 27, 32

[9] Dt 21, 23

[10] Jr 11,19

(Texto de San Alfonso María de Ligorio sobre la Pasión del Señor)

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