CAPÍTULO XII
Entonces, dice San Juan, se lo entregó para que lo crucificasen[1]. Pilato, que tantas veces había declarado la inocencia de Jesús, la proclama de nuevo lavándose las manos y protestando que es inocente de la sangre de aquel hombre justo, y acaba diciendo que de su muerte responderán los judíos. Mandando traer agua, dice San Mateo, se lavó las manos a la vista del pueblo diciendo: Inocente soy de la sangre de este justo. allá os lo veáis vosotros[2]. Y luego da la sentencia que le condena a muerte. ¡Oh injusticia nunca vista en el mundo! El juez condena al acusado al mismo tiempo que le declara inocente, y por eso escribe San Lucas que Pilato abandonó a Jesús a la voluntad de ellos[3], para que hicieran de Él lo que se les antojase. Siempre que se condena a un inocente acontece lo mismo; se le abandona en manos de sus enemigos, para que le hagan morir como mejor les agrade. ¡Desventurados judíos!; ahora gritáis: Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos[4] Llamasteis al castigo, y ha caído airado sobre vosotros; vuestra nación expía y expiará siempre hasta el fin del mundo el delito que cometisteis derramando sangre inocente.
Léese la sentencia de muerte en presencia del Señor. Jesús la escucha, y, resignado al decreto de su Eterno Padre, que le condena a morir en cruz, la acepta con humildad, no para expiar los crímenes que falsamente le imputan los judíos, sino para lavarnos de nuestras verdaderas culpas, que se había ofrecido a pagar con su muerte. Pilato dice en la tierra: Que muera Jesús, y el Eterno Padre confirma en el Cielo la misma sentencia, diciendo: Que muera mi Hijo. Y a todo respondió Jesucristo: dispuesto estoy a obedecer, venga la muerte y muerte de cruz; yo la acepto. Se humilló a sí mismo, dice San Pablo, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz[5].
¡Amado Redentor mío!, aceptáis la muerte que me tenía yo merecida, y con vuestra muerte me dais la vida; gracias, Amor mío, y espero llegar un día al Cielo a cantar para siempre vuestras misericordias. Sí, las misericordias del Señor cantaré eternamente[6]. Ya que Vos, siendo inocente, habéis aceptado la muerte de cruz, yo, como pecador, recibo con entera voluntad la muerte que me hayáis deparado, y la acepto con todas las penas que la han de acompañar, y desde ahora la ofrezco a vuestro Eterno Padre, en unión de vuestra santa muerte. Vos habéis muerto por mi amor yo quiero morir por el vuestro; por los méritos de vuestra amarguísima muerte, concededme, Jesús mío, la dicha de morir en vuestra gracia y abrasado en vuestro santo amor.
[1] Jn 19, 16
[2] Mt 27, 24
[3] Lc 23, 25
[4] Mt 27, 25
[5] Flp 2, 8
[6] Sal 82, 2
(Texto de San Alfonso María de Ligorio sobre la Pasión del Señor)