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«Nosotros somos ciudadanos del Cielo»

 

Mensaje del 20 de noviembre de 1981(II)

Esta vez, el Corazón de María —Corazón de Madre— consuela a Luz Amparo, pidiéndole que ofrezca sus dolores por la salvación de los pecadores. También le muestra, con hermosas imágenes, aquellas almas que suben «en tropel luminoso, en bandas luminosas al Cielo». Invita, pues, el mensaje a pensar en las cosas eternas, porque, tal como dice san Pablo, «nosotros somos ciudadanos del Cielo» (Flp 3, 20). Por otra parte, deja claro al final el mensaje que el orgullo, la arrogancia, la soberbia… son propios de los que se dejan confundir por las tentaciones del enemigo.

En la segunda parte del mensaje, interviene la santísima Virgen y lo hace para consolar a Luz Amparo, movida por su Corazón de Madre:

«Hija mía, hija mía, aquí me tienes, para consolarte; aquí me tienes; estaré hasta el último instante contigo, hija mía. Ofrece esos dolores por todos mis hijos, por todos los pecadores».

Seguidamente, la Virgen se refiere, con bellas imágenes, a aquéllos que van alcanzado las moradas celestiales; «…por medio de vuestras oraciones —aclara—; están subiendo en tropel luminoso, en bandas luminosas al Cielo; esto me causa mucha alegría».

«Gloria a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad», entonó jubiloso el ejército celestial en honor del Verbo encarnado. Esas «alturas» o «regiones celestiales», están inundadas de una luz maravillosa, mientras que la tiniebla pertenece a los culpables no arrepentidos, que prefirieron la oscuridad. El alma del justo, que despreció las cosas terrenas y pasó por este mundo buscando lo incorrupto, será elevada por encima de los astros, «sobre los que hay una vida eterna», según se indica en otro mensaje (19-3-1982). Por su parte, el hombre carnal apegado a lo caduco y esclavo del hedonismo, no queriéndose corregir de sus vicios, es lo propio que descienda a los abismos más profundos, donde prefiere habitar, al rechazar a Dios y su perdón.

¡Qué poco se habla y medita sobre las verdades eternas y, entre ellas, son escasas las ocasiones que se eleva el pensamiento a lo alto, donde habita Dios! Sin embargo, ninguna otra consideración debería ser más familiar al verdadero cristiano, pues proporcionaría ilusión y aliento para caminar firme por el camino que conduce a la vida eterna. Por eso, san Pablo afirma con seguridad en su Carta a los Filipenses: «Pero nosotros somos ciudadanos del Cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 20-21).

Cuentan de san Ignacio de Loyola que, durante su estancia en Roma, subía muchas veces a una azotea, desde donde observaba el cielo, clavando su vista en ese inmenso horizonte; de este modo, su alma conectaba con la Divinidad. Fue tal este hábito suyo que le empezaron a designar como «el hombre que mira al cielo y habla siempre de Dios». El verdadero Cielo de los bienaventurados consiste en la posesión plena y perfecta de una felicidad sin límites, como lo definió Boecio: «La reunión de todos los bienes en estado perfecto y acabado».

Habla después la Virgen de las almas consagradas, cuyos pecados —dice— «claman al Cielo»; se fija, especificando, en los cometidos por los sacerdotes, que revisten especial gravedad, pues «tienen todavía más responsabilidad que otros»; todo porque «han descuidado la oración y la penitencia, y el demonio ha oscurecido sus inteligencias».

En los primeros meses de 2010, coincidiendo con al Año Sacerdotal convocado por Benedicto XVI, tuvo que padecer este Papa un auténtico calvario al ser desvelados no pocos casos de abusos sexuales por parte del clero. Esta realidad tan triste como dolorosa vino a dar la razón a los mensajes de la Virgen, tan denostados por algunos clérigos, en su momento, por parecerles poco respetuosos con los sacerdotes.

Por unos instantes, el mensaje se introduce en el lenguaje profético y menciona al Vicario de Cristo, «que tendrá mucho que sufrir»; a la Iglesia, que «será entregada a grandes persecuciones» y «tendrá una crisis horrorosa». Será tal el estado de cosas, entonces, que «se abolirán el poder civil y el eclesiástico. Cada individuo tendrá que guiarse por sí mismo e imponerse a sus semejantes. Toda justicia será hollada y no se verá pronto por todas partes otra cosa que homicidios, odios, discordias, sin amor en la Humanidad, ni en las familias». Fragmentos de este mensaje de El Escorial coinciden con el denominado Secreto de La Salette, la revelación de la «bella Señora» (19-9-1846), aparición mariana declarada como auténtica por el entonces obispo de Grenoble, monseñor Filibert, el 19 de septiembre de 1851, a los cinco años exactos de producirse la manifestación.

Una descripción ciertamente desoladora; todo ello, sin duda, son los amargos frutos del pecado. Este lenguaje y sus profecías se encuentra igualmente en lo revelado a otras almas elegidas; entre ellas, santos elevados a los altares por la Iglesia (santa Hildegarda, santa Catalina de Siena, san Gaspar Búfalo, beata Ana María Taigi, san Juan Bosco, etc.), cuando se refieren a esa etapa de convulsión general, que coincidirá con el fin de los tiempos. La realidad de dichas predicciones únicamente será confirmada con el paso del tiempo.

En el último párrafo, hay una invitación a aceptar la cruz y el sufrimiento, meditando en sus saludables efectos para la salvación del alma y para poder gozar de una eternidad dichosa:

«No os importe sufrir, hijos míos, que luego, mira lo que os espera; qué maravilloso es todo esto. Aquí no hay envidias, hijos míos; aquí no hay maldades, todo es amor, todo es felicidad, todo es pureza. Sufrid, hijos míos, que vale la pena sufrir para alcanzar todo esto».

Insiste, al terminar, en la virtud de la humildad, que es «la base principal de todo»; lo mismo que «la soberbia es la que condena a todos los humanos, pues el Infierno está lleno de soberbios, y Satanás ha formado su ejército con la soberbia».

El orgullo, la arrogancia, la soberbia… son el sello de Satanás y sus secuaces. Comentando el pasaje de Isaías 14, 9 ss, que se ha aplicado para describir la soberbia de Satanás o algún príncipe de los demonios, dice san Jerónimo: «Lucifer, que nació a la mañana, cayó del Cielo, y el que fue hartado con los deleites del Paraíso, mereció oír: “Si te levantares cual águila, ahí te derribaré, dice el Señor” (Ab, v. 4)». «Las palabras: “¡No te serviré!” (Jr 2, 20) manifiestan el radical e irreversible rechazo de tomar parte en la edificación del Reino de Dios en el mundo creado. “Satanás”, el espíritu rebelde, quiere su propio reino, no el de Dios, y se yergue como el primer “adversario” del Creador, como opositor de la Providencia, como antagonista de la amorosa sabiduría de Dios» (san Juan Pablo II, Audiencia General, 23-7-1986).

 

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