«Te prometo en la excesiva misericordia de mi Corazón que su amor todopoderoso concederá, a todos los que comulguen nueve primeros viernes de mes seguidos, la gracia de la penitencia final; que no morirán en su desgracia ni sin haber recibido los Sacramentos, siendo su refugio seguro en este último momento» (El Corazón de Jesús a santa Margarita Mª de Alacoque).
Era finales de 1962. El señor cura párroco de Cristo Rey y Santa María de Guadalupe, presbítero D. Enrique Amezcua Medina, en Tulpetlac, Estado de México, me dijo —yo era entonces su vicario parroquial—: «Te encargo la Parroquia; yo voy a Cuernavaca (a unos 100 km. de México, D. F.), y —D. m.— volveré mañana».
Así, se dirigió temprano a la calle de Doctor Lucio, en el centro de la capital mexicana, donde se encuentra la terminal de autobuses que salían para Cuernavaca. Compró el billete y mientras tanto, como faltaba una media hora para salir, se puso a rezar el santo Rosario. En eso se presentó ante él una señorita de unos veinte años, apuesta y bien vestida. Le saludó y le dijo: «Veo que usted es sacerdote. ¿Quiere hacerme el favor de ir a auxiliar espiritualmente a una persona accidentada, aquí, a dos calles?» (Llama la atención que identificara su condición sacerdotal, cuando por entonces los sacerdotes en México vestían sin distintivo clerical, porque lo prohibía la Constitución).
El padre Enrique le respondió: «Sí, voy ahora mismo». Y ella, a su vez repuso: «Sígame, por favor». El sacerdote, que siempre solía llevar consigo el óleo santo para enfermos, la acompañó inmediatamente. De camino hacia el lugar del siniestro la joven comentó al padre Enrique de modo inesperado, que esa oportunidad era una gracia muy especial del Sagrado Corazón de Jesús debida a los «Primeros Viernes».
Al llegar al lugar del accidente de tráfico, la muchacha se perdió entre la aglomeración de gente que rodeaban a la persona accidentada. El padre Enrique se abrió paso, advirtiendo que era sacerdote. ¡Qué gran sorpresa e impacto recibió al descubrir que la persona gravemente herida era la misma señorita que le había ido a buscar a la terminal! Estuvo a punto de desmayarse, pero se sobrepuso, y hablándole al oído a la chica acerca del arrepentimiento de los pecados, le dio la absolución, administrándole enseguida la Santa Unción… Ella expiró al instante.
Fue tal la impresión que recibió el padre Enrique que, de inmediato, regresó a Tulpetlac sin emprender el viaje previsto a Cuernavaca.
Yo me encontraba en la casa parroquial redactando unas actas matrimoniales en el libro del archivo correspondiente, poco antes de la hora del almuerzo, cuando se presentó de improviso el padre Enrique, aún lívido, de tal manera que le pregunté sorprendido: «¿Qué le pasa padre? ¿Se siente mal?». Entonces, él me contó —todavía atónito— lo que le acababa de suceder, portando en la mano el billete que había adquirido para viajar a Cuernavaca.
Yo me quedé totalmente impactado y sorprendido por ese acontecimiento, dando gracias al Sagrado Corazón de Jesús, que ¡sí cumple sus promesas!
Padre J. Everardo Mendoza, CORC
(Revista Prado Nuevo nº 11. Anécdotas para el alma)
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